Berta vuelve de la compra. Las luces de Navidad en las calles acercan recuerdos. Piensa en su infancia. La familia reunida junto a la cocina bilbaína. El padre con el cuento de Antoñito en sus manos. Las cinco hermanas pendientes de sus palabras, repetidas cada año, como un rito renovado.
"Érase un matrimonio pobre, muy pobre. Su mayor riqueza era Antoñito, el único hijo. El niño, al acercarse la Navidad, quiso hacer un regalo al padre. Necesitaba un caballo para viajar hasta los pueblos donde ganar algún dinero para su familia..."
Él nos miró; al vernos atentas, continuó su lectura. "Esa noche, mientras los padres dormían salió de casa y se dirigió al valle donde cientos de caballos crecían en libertad; cada primavera, los mozos del pueblo competían por domar alguno. Si lo conseguía, el animal pasaba a pertenecerle. Al llegar al valle, un rayo de luna iluminó a un potrillo blanco. Antoñito silbó con fuerza y, ¡oh milagro!, el potrillo brincó alegre y se quedó frente al niño que empezó a acariciarlo suavemente. Emprendió la vuelta y éste le siguió. Alboreaba cuando Antoñito llegó a casa. Los padres no salían de su asombro, abrazaron al niño y dieron gracias a Dios por su bondad. Aquella fue la Navidad más alegre que disfrutaron y colorín, colorado..."
El recuerdo también ha llegado a su final. Berta abre la puerta de su casa. Los hijos, universitarios, estudian para salvar los exámenes. No quiere molestarlos. Tampoco hará ruido al ordenar la compra. Y menos aún, podrá contarles el cuento de Antoñito. Quizá, sueña entornando los ojos, pueda hacerlo cuando alguno de ellos se case y, entonces, con una nieta en las rodillas, irá desgranando poco a poco el cuento de Antoñito, o el del Tren viejo, y muchos otros que inventará para ellos. A Berta le gusta soñar. Sabe que soñar no es solo cosa de niños. Mientras cocina, se cree, a lo mejor por ese gran misterio de la ternura, aquella niña que los escuchaba de boca de su padre y sonríe como si él la estuviera contemplando. Luego se aplica con el cardo, la verdura que le gusta a su marido. Se seca dos lagrimillas y piensa que, tal vez, recuerda a Teresa, su madre, que lo limpiaba para él y vuelve a sonreír. ¡Ea! Estamos en Navidad, no voy a ponerme melancólica este año.
SENTIR DE LA PALABRA
Una serie de Carmen Arroyo para Curiosón