Revista Cultura y Ocio

Navidad: la gran revolución de la Historia

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa

Navidad: la gran revolución de la Historia

Daniel de Pablo Maroto, ocd
Convento de La Santa-Ávila

   Cuando llega la Navidad, retorna a mi memoria, desde los años de juventud pasados en Roma, la lectura de la Storia di Cristo, de Giovanni Papini, y la impresión que me causó el llamar a Jesús Il Capovolgitore. La traducción castellana que tengo a mano lo titula El renovador, que devalúa el sentido que le quiso dar -al menos pienso- el gran escritor italiano. En realidad, dice que fue un revolucionario, “el mayor subvertidor” del sistema de valores del que vivía la gente de su tiempo y lo hizo, según el autor, “sin miedo”. Papini, en su juventud fue un hijo pródigo, una oveja descarriada del redil de la Iglesia católica hasta que a los 40 años, en 1921, se encontró con Cristo a quien dedicó esta hermosa y original biografía en la que volcó su alma de poeta, su genio de retórico y de gran escritor, el apasionamiento del neo-converso. Leyendo su exuberante prosa, su pasión por Cristo, me ha recordado a otros conversos enamorados del Nazareno: el judío Pablo de Tarso, el africano Agustín de Hipona, la abulense Teresa de Jesús y otros muchos en los veinte siglos de cristianismo.

   Pero no me interesa seguir la ruta personal trazada por Papini en su conversión; sino el significado revolucionario de la Navidad, el nacimiento de Jesús en una aldea perdida de Palestina a la que el autor ha dedicado originales comentarios. Fue un hecho revolucionario el nacer en un establo de ganados domésticos: su madre “lo recostó en un pesebre”, como afirma el evangelista e historiador san Lucas, y que explota el imaginativo poeta e historiador Papini, como cuando expone con crudeza: “los primeros que adoraron a Jesús fueron animales y no hombres”. Y después, los pastores de Belén, que viendo a la madre y el niño “se estremecieron” como hijos del pueblo sufridor y le ofrecieron al niño “lo poco que tenían”, pero que era de mucho valor porque lo “dieron con amor”. Y, finalmente, los Magos de oriente, llegados “después de las bestias, que son la naturaleza; después de los pastores, que son el pueblo”. Los Magos representaban la “tercera potencia, el saber, que se arrodilla ante el pesebre de Belén”.

   Navidad ha sido el inicio de la gran revolución actuada por la historia del cristianismo. Se inauguró en el portal de Belén, se gestó en la vida pública de Jesús, el Maestro y predicador ambulante; de él aprendieron sus enseñanzas unos pescadores y las propagaron con la colaboración de otros adictos recién llegados, “conversos” a Jesús de Nazaret. Y, finalmente, difundidas por millones de seguidores -sabios predicadores de palabras escritas o pronunciadas y confirmadas a veces con el martirio.

   Pero la revolución activa comenzó en Galilea cuando Jesús decía: “Habéis oído que se dijo… pero yo os digo”. Para propagar la novedad de sus doctrinas, utilizó una revolucionaria elección de sus colaboradores, los llamados “apóstoles”, gentes del pueblo, a los que enseñó la nueva religión. Y ¿qué enseñaba el Maestro como doctrina revolucionaria? Que Dios es uno en Trinidad de personas (¡!), Padre, Hijo y Espíritu Santo; que él era el Hijo, que se había hecho hombre para salvar a los hombres; que el Dios terrible del Antiguo Testamento es un Padre bueno que siempre espera y perdona a los hijos pródigos. Y, sobre todo, que se cumplía la antigua profecía de Jeremías y Ezequiel sobre el cambio del corazón de piedra en corazón de carne, obra del Espíritu Santo. Y otras muchas doctrinas que recogieron los Evangelistas y han propagado los seguidores de Jesús.

   Parte de su doctrina la condensó en el Sermón del Monte en el que revolucionó la moral natural y la del Antiguo Testamento. Llamó “bienaventurados” o felices a los pobres en el espíritu, a los hambrientos de verdad y de justicia, a los que lloran sus penas y desgracias, a los perseguidos injustamente y son odiados por seguir al Maestro. Y, sobre todo, predicó el amor a los amigos y, de manera especial, a los enemigos, si sus seguidores quieren adquirir “méritos” para el cielo. ¿Dónde quedaba el “ojo por ojo y el diente por diente”? En la moral del A. Testamento y en los anales de las civilizaciones antiguas y contemporáneas de Jesús, “Il capovolgitore”.

   Y después, la revolución moral y espiritual que vivió y propuso a sus discípulos el Maestro de Palestina fue predicada por los seguidores de la nueva religión, el cristianismo, que nació como Iglesia en el Cenáculo de la última Cena, se consolidó en el monte Calvario donde murió crucificado Jesús, y en el sepulcro vacío del Resucitado; y, finalmente, fue vivido y predicado por los millones de seguidores. Así nació la civilización del amor.

   No obstante, tantas deficiencias del cristianismo, la historia de la Iglesia cristiana ha creado una revolución cultural, moral y espiritual durante los 20 siglos de existencia que nadie en su sano juicio puede negar. Ha creado una ideología y filosofía de la vida, ha construido hospitales para los enfermos, albergues de caridad para los pobres, universidades y centros de estudios para los analfabetos, ha roturado campos para la sembradura, abierto caminos, construido puentes para los viandantes, ha favorecido las ciencias y las artes, salvó la civilización antigua de Grecia y Roma en los monasterios creando un humanismo integral. Ahí quedan como perenne testimonio de creatividad artística las grandiosas y hermosas catedrales, las iglesias, las ermitas, los caminos que conducen a los grandes santuarios de la cristiandad favoreciendo las peregrinaciones, etc. Hoy todo esto es aprovechado por el turismo que enriquece las ciudades de nuestro tiempo.

   Y, finalmente, la cronología ha sido medida durante siglos desde la Natividad o el nacimiento de Jesús, aunque hoy sabemos que fue 4-5 años antes del actual calendario, corrigiendo las fechas que estableció en el siglo VI el monje Dionisio el exiguo (era pequeño); hubo épocas en las que el año comenzaba no el día uno de enero, sino el 25 de marzo (la Encarnación) o el 25 de diciembre (la Natividad). La medida por el ab Urbe cóndita (la fundación de Roma en el 753) cayó en desuso. Por todo ello, vale la pena celebrar la Navidad, aunque la pandemia del virus no nos permita hacerlo “al modo” humano. Mantengámosla al “modo divino”, guiados por la fe y el amor al recién nacido Jesús.


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