Revista Cultura y Ocio

Navidad: ¿Por qué Dios se hizo hombre?

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa

Navidad: ¿Por qué Dios se hizo hombre? Daniel de Pablo Maroto, ocd

  “La Santa” (Ávila)

Comienzo esta exposición con un latinajo: Cur Deus homo?, que es el titulo de una obra de San Anselmo de Cantorbery (+ 1109) donde se pregunta por qué o para qué Dios se hizo hombre. Su respuesta nos ayuda a los cristianos a vivir en profundidad el misterio de la Encarnación que celebramos en los días de la Navidad. Ofrezco estas reflexiones a todos los que lamentan la deriva laicista de estas fiestas tan entrañablemente santas y desean llenar el vacío en que se están convirtiendo; y olvidar un momento los adornos luminosos de nuestras calles y plazas, los escaparates tentadores, y hasta las suplencias progresistas de nuestros Belenes tradicionales. La Navidad, en una civilización cristiana, tiene sentido no porque coincide con el solsticio de invierno y merece ser recordado como fiestas familiares, sino porque hacemos memoria del Dios encarnado en el Niño Jesús de Belén.

Primero, recordemos la respuesta que dio san Anselmo a su pregunta. Considera que los hombres ofenden a Dios con sus actos porque transgreden sus mandamientos rompiendo la armonía que debe existir entre el Creador y la criatura. El modelo primero fue Adán, símbolo de la humanidad, en el se dice todos pecamos. En consecuencia, los hombres tienen que reparar esa ofensa de valor infinito como infligida a un ser infinito con una satisfacción adecuada, algo imposible de realizar; por eso tuvo que ser el mismo Dios que, encarnándose en el hombre Jesús, reparase la culpa ofreciéndose como sacrificio en la cruz.

Pero no todos aceptan la propuesta o al menos como causa única de por qué el Hijo de Dios se encarnó en la figura de un hombre. De hecho, sería una razón valedera para los creyentes en el Dios predicado por Jesucristo; pero deficiente y frustrante porque son muchos los que no creen que sus acciones sean un “pecado”, una ofensa a un Dios desconocido o inexistente, aun aceptando los valores éticos del decálogo de Moisés en el Sinaí. Y, en consecuencia, no entienden que sea necesaria una “reparación” del delito. Además, los autores posteriores se enzarzaron en unas contiendas dialécticas preguntándose qué hubiera sucedido si Adán no hubiera pecado, etc.

Volvamos a los horizontes existenciales y busquemos respuestas a la pregunta del autor medieval y de las que se puedan gozar los creyentes en el misterio y vivir en la oración personal, en las visitas a los Belenes, en el silencio contemplativo o en el bullicio y contento de las fiestas familiares. En principio, podemos sospechar que la Encarnación sucedió porque Dios no se olvida de los hombres aun después de la supuesta rebelión de Adán y Eva, o de la más segura acción canallesca de Caín contra Abel, escena que ha marcado el destino de la humanidad. Dios se hace presente en la historia porque es fiel a la promesa de amor, que perdona y condesciende y siempre nos espera como Padre, sobre todo cuando el hombre es un pecador.

Otra razón que explica el porqué de la Encarnación, espero que aceptable por creyentes, por ateos y agnósticos, es que, más allá de que aceptemos o no su muerte reparadora de los pecados de la humanidad, Jesús enseñó a los hombres con su vida y su predicación, un altísimo camino de bondad. Podemos decir que él cristianizó al Yahvé del Antiguo Testamento cambiando la ley de la justicia, la del crimen y castigo, por la de la misericordia del padre que acoge al hijo pródigo. Esto es lo que predicaba él: “Se dijo a los antiguos…, pero YO OS DIGO”. Superó el precepto del “ojo poro ojo y diente por diente”, por el de “amad a vuestros enemigos”. El Yahvé del viejo Testamento lo convirtió Jesús en el ABBÁ-PADRE; el “escucha, Israel, el Señor es solamente uno”, por el “Padre nuestro que estás en los cielos”.

Sobre todo, vino a enseñarnos las Bienaventuranzas, un código ético de una moralidad fundada en el amor a Dios y al prójimo y que, de cumplirlo los humanos, la tierra se convertiría en un cielo, el odio y la envidia egoístas en amor compartido. Llamó “felices” a los “pobres en el espíritu”, a los que “lloran”, a los “mansos”, a los “limpios de corazón”, a los que son insultados y perseguidos y, no obstante, se sienten felices y contentos. Son comportamientos que edifican el “hombre nuevo” del Nuevo Testamento, modelo de humanidad perfecta, construido sobre el Dios encarnado en Jesús de Nazaret.

Como escribo en Ávila, me viene a la memoria la figura de Teresa, alma verdaderamente angelical, criatura que se enamoró del Dios encarnado, de Jesús hombre. Santificada por él, fue capaz de no murmurar de nadie, no se ofendía cuando alguien la calumniaba, sino que lo mantenía como amigo; nunca mentía ni permitía mentir; no encontraba “enemigos” a quien perdonar cuando rezaba el Padrenuestro y por eso decía que Dios le tenía que perdonar “de balde”. Y, al final de su vida —dice su sobrina Teresita, monja carmelita— era tal su inocencia que “parecía una niña de dos años”. Y todo porque creyó en el Dios encarnado que convierte a los seres humanos, pecadores, en santos.

Queda por recordar otra finalidad de la Encarnación. San Juan de la Cruz conoce esa hermosa teología de la Encarnación del Verbo y las diversas lecturas que aprendió en las aulas universitarias de Salamanca; pero intuyó como poeta místico una versión más profunda: que Dios se había encarnado no solo en el hombre, sino que se hacía visible en la hermosura de la creación. Imagina que Dios “pasó” por ella dejando un rastro de su grandeza, de su bondad y sabiduría, y encomendó al hombre la tarea de completar la creación porque él lo hizo “con presura”, sin detenerse en ella por ser una de sus obras “menores”.

Y se reservó las obras “mayores”  donde “más se mostró y en las que él más reparaba que eran las de la Encarnación del Verbo”, con la que dejó “vestidas de hermosura” con gracias sobrenaturales a las criaturas racionales. “Lo cual —dice— fue cuando se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios y, por consiguiente, a todas las criaturas en él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el hombre” (Cántico espiritual, canc. 5, 3-4).

Esta es la hermosa y profunda versión del poeta místico, respuesta a la pregunta del teólogo medieval que hemos comentado: el para qué de la Encarnación del Verbo hijo de Dios Padre. Los lectores pueden elegir entre la lección del teólogo o la del místico. O mejor, mantener las dos porque se completan.

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