Daniel de Pablo Maroto, ocd
“La Santa” (Ávila)
Cuando las luces de nuestras calles convocan a “fiestas”; cuando los anuncios comerciales invitan, provocan y tientan a clientes despistados, la Navidad cristiana sigue gritando a los creyentes o en el desierto del ateísmo y la indiferencia que los Belenes de nuestros días encierran el gran misterio del Dios que se hace visible en la carne de un niño. ¡Qué bien suena el hermoso y sonoro prólogo de la Carta a los Hebreos!: “De muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo”.
El Dios-Yahvé del Antiguo Testamento habló en el caos originario que describe el libro del Génesis sacando de la nada la grandeza del universo planetario y la minúscula partícula de la vida primigenia. Habló a Moisés en la zarza ardiente que santificaba la geografía que el profeta hollaba. Le habló en el monte Sinaí entregándole las tablas de una ley natural conforme a la racionalidad del ser humano todavía sin corromper por la civilización. Habló a Elías en el susurro del viento en la soledad y el silencio de su cueva. Habló a los profetas palabras de verdad y de bondad para confundir a los gobernantes tiranos y al pueblo prevaricador y olvidadizo de la Alianza sellada con juramento.
Todo ese espléndido montaje de palabras y hechos misteriosos, se convirtió en el silencio de un Dios que habla en la carne de un niño, en el asombro de unos padres que no entienden por qué a ellos les ha tocado ser partícipes de un suceso misterioso; en el anuncio de paz de unos ángeles que asisten invitados a la fiesta; en el pasmo de unos pastores que siguen el dictado de unos mensajeros celestes; en la misteriosa atracción de unos científicos que la tradición tardía revistió de Reyes magos.
Si es misterioso el modo de hablar y obrar del Dios del Antiguo Testamento, mucho más lo es el que habla en el silencio. San Juan de la Cruz, uno de los poetas y místicos más profundos que ha dado la humanidad, intuyó y expuso magistralmente que el Dios locutor del Antiguo Testamento se ha quedado mudo para los hombres nacidos después de Cristo porque todo lo habló en el Hijo. Y lo habló desde el Gólgota muriendo en una Cruz. Desde esa cátedra de ignominia y siniestra no solo prenunció las “siete” palabras que recogen los evangelistas, sino que ratificó como verdad todo lo dicho en sus palabras al viento y en los hechos milagrosos que asombraros a los testigos.
Y aquí estamos los hombres modernos ante el problema de la existencia de Dios, situados entre los agnósticos que dudan entre el sí y el no; los despreocupados del problema porque lo importante es vivir y gozar de la vida mientras el cuerpo aguante y la economía lo permita; y los ateos moderados y respetuosos con las creencias de los demás o los radicales que siguen clamando con los profetas que anunciaron la muerte de Dios. Recuerdo de paso una curiosa anécdota. Un gracioso colocó una pegatina en un coche aparcado en el campus de la universidad de Harvard: “Querido Señor Nietzsche. Usted está muerto. Sinceramente suyo. Dios”. El aludido filósofo alemán ha sido uno de los ateos más agresivos contra la existencia de Dios que acabó en un manicomio de Jena.
Y, al final de estos recuerdos y reflexiones, ¿qué sigue diciendo la Navidad, ¿los Belenes, al hombre moderno? Para un creyente en Dios, en Cristo como enviado de Dios y Dios él mismo, le sigue gritando que el Dios de su fe sigue vivo en la historia, que está presente en la civilización actual pero hablando su lenguaje que suele ser el silencio; él traza sus caminos que no son nuestros caminos. Juan de la Cruz recuerda ese misterioso hablar de Dios. “Una Palabra habló el Padre que fue su Hijo y esta habla siempre en eterno silencio y en silencio ha de ser oída del alma” (Avisos).
Muchos siguen preguntándose, como el salmista del Antiguos Testamento, dónde está nuestro Dios que no remedia los males del mundo, la malicia, la crueldad, la avaricia y tantas sinrazones como cometen diariamente los seres humanos. Pero si Dios actuase como los hombres desean y según sus intereses, intervendría, pero en ese caso, ellos serían simples marionetas en manos de un ser invisible.
Dejemos a Dios que sea Dios y no creemos un dios a nuestra imagen y semejanza. Que el hombre tiende, por instinto, a crear diosecillos o ídolos como el becerro de oro de los israelitas caminantes en el desierto a la búsqueda de la tierra prometida que no acababan de ver ni poseer.
Miremos al pasado y veamos lo que los hombres, en su grandeza y miseria, han sido capaces de crear como creyentes en el Dios revelado en Belén: una civilización del amor, una impresionante cultura de la que todavía vivimos. Pensemos en todas las obras de arte que adornan nuestras ciudades, en las instituciones de caridad antiguas y modernas, en las personas con carisma que siguen creando instituciones al servicio de los más necesitados. Y todo ello porque desde el primer Belén y la verdadera Navidad sigue llegándonos una hermosa luz, una luminosa claridad que alumbra las grandezas y las miserias de los seres humanos.
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