Quisiera que llueva y que el agua se lleve lo que sobra y sólo deje los amarillos girasoles inalterables en el viento.
Despertar en un mundo nuevo, regido por el amor y no por el dinero. Una montaña colorada de mil años de antigüedad en mi ventana y no una torre de ladrillo donde antes había una casa de 1930. Y tocar una piedra calada por un artesano ciego, inmune y con la fe todavía intacta. Acariciar el surco de esa piedra y arrastrame a la tormenta por el lecho del río, con el sol ardiendo por el este.
Y no volver atrás.
Se hace noche el día y todos andan corriendo hacía ninguna parte. Furiosos perros hambrientos. Aborrezco las compras, los autos nuevos, el sonido del shopping con esos marcianos de cara operada en falsa sonrisa, mocasines y pantalones color caqui.
Ellas siempre tan putitas y ellos tan billetera. Tan patéticos en su gula de tristeza con marca.
Prefiero el asado de mi viejo: era crocante, jugoso, y me alimentaba el alma. La sabiduría de lo simple.
Ese chasquido seco de la pelota de cuero cuando estaba húmeda y pegaba en el travesaño de la canchita de Siemens. Prefiero el grito de un gol que siempre está por llegar. La ilusión a la muerte, la vida apasionada a la espera, la acción; el amor en todas sus formas y manifestaciones, o la guerra más cruenta y prolongada. Pero en el medio, en el medio me congelo.
Quisiera que mi hija pueda vivir en un mundo más justo del que me tocó. Que vea la rosa en su tallo en los siete amaneceres.
La pureza de la música, la poesía, el beso que perdura, la caricia en esas lágrimas cuando llora. Vivir, siempre vivir pese a todo.
Le enseñé a caminar y anidar en el amor. Le dije que nada era para siempre. Y entre nosotros hay un lazo secreto que no se cortará ni siquiera con el final de la vida. Ojos de cielo y manitos de princesa. Para vos la paz y para vos la belleza.
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