De chaval me encantaba lo de SuperSonic. Nací con la Megadrive, con Sonic y sus aventurillas. Por supuesto, también con Songoku y la nocilla, a tope en “la gallega” (la televisión autonómica de por aquí). Recuerdo que cuando llegó el Sonic 2 y me contaron la posibilidad de hacerlo superguerrero… no me lo creí ¿Cómo iba a ser posible tremendo What the fuck? Pero sí se podía ¡¡Se podía!! Y no sólo uno molaba ocho veces más, sino que podía darle el mando del segundo jugador a su hermano pequeño (¿Qué tal todo, Juli?) y dejarle atrás como si nada. “Parece que Tails no corre tanto, muchachito” “¡Quiero ser supersonic!” “¡¿Quién es el hermano mayor aquí?!”
El truco en cuestión se activaba al pasarse un ratillo por el menú de música. Esa parte anodina de las opciones donde podías escuchar cualquiera de las melodías del juego se transformó, en mi querida Megadrive, en un lugar de paso obligado si querías trucar las leyes del cartucho. Otro por el que transitaba mucho era por las opciones del Shinobi 3. Poniendo los shurikens en cero y eligiendo una melodía determinada, esta nulidad se transformaba en infinito. Pura molonería, puro amor.
La pregunta es ¿Por qué ahora no me interesan los trucos en los juegos?