La historia nos cuenta que, en la Edad Media, los Reyes construían sus castillos en parajes altivos, como señal de su poder ante el pueblo. Las reminiscencias del feudalismo estaban lejanas cuando, en pleno siglo XIX, Luis II -el Rey Loco, dicen algunos- puso a Baviera al filo de la ruina para construir el castillo más bello de la historia. Rescato una frase recurrente en el séptimo arte para continuar. "La vida se mide por los instantes que dejan a uno sin aliento". De tomarla como cierta, debería asumir que el dieciseis de marzo de dos mil diez envejecí varias eternidades.
La noche del lunes cerramos los ojos rogando a la nieve que nos ofreciese tregua el día siguiente. Horas después, me descubrí en medio de la penumbra, abriendo la cortina con sigilo para encontrar una buena nueva que nunca llegaría. Nevaba, el día que debíamos desplazarnos a los Alpes, conduciendo un coche a través de una carretera blanca que sólo traía incertidumbre. Ya les dije en la primera entrega de este relato que "Das ist Deutschland", y que el quitanieves nos acompañó gran parte del camino, pero no negaré que hubo miedo, silencio, algo de música para relajar la tensión, y alguna curva en la que la tentación de cerrar los ojos hizo acto de presencia. Sirvan estas líneas para hacer pública una felicitación que guardé aquel día. Jaume, tu labor como conductor fue impecable. Tanto, como la eficacia del GPS que nos guió con mano maestra hacia el pasado.
Tuve la sensación de llegar muchos años tarde, cuando pusimos los pies en tierra. Vivimos en una triste era en la que nada acontece, y en la que lo poco que pasa es maldecido por acabar con nuestra rutina. Un avión que no despega. Un móvil sin cobertura. Una hora más en el trabajo. Ya saben de lo que hablo. El caso es que allí estábamos, en el año dos mil diez, esperando en Hohenschwangau, una pequeña villa al pie de los Alpes, a que un carruaje arrastrado por dos caballos se pusiera en marcha para llevarnos al castillo. Sin dragones, ni espadas. Sin cruces ni armaduras. Hombres contemporáneos, triviales, a punto de iniciar una marcha lenta, extraña, que iba a ser compartida con dos familias japonesas marcadas por ese gesto de intrascendencia tan propio de Oriente.
En el trayecto, el carruaje avanzaba entre obstáculos. Decenas de valientes caminantes que eran dejados atrás en medio de las cumbres. La imagen del castillo seguía custodiada por los Alpes cuando por fin bajamos. Las joyas no se muestran al primero que llega. Fueron necesarios varios pasos interminables para llegar a una curva que olía distinta a las demás. Primero miré hacia atrás, para estar seguro de que habíamos dejado por el camino a todos los que nos acompañaban. Ese momento era nuestro. Estábamos prácticamente solos, en medio de los Alpes, cuando alzamos la mirada. Emergió como si fuera parte de las montañas; un coloso forjado por la propia piedra que nos rodeaba. O como un enorme cisne, flotando en un mar embravecido en que las cumbres nevadas son olas, y la torre principal un esbelto cuello color marfil. Era el asombroso castillo de Neuschwanstein. El refugio eterno de La Bella Durmiente. La inspiración de Disney y Tchaikovsky. El sueño de un loco. El motivo de un viaje; de mil viajes. ¿Cómo pudimos dudar? ¿Qué importaban la nieve y el cansancio ante la poesía? ¿Qué importan estas palabras si no le hacen justicia?
Apretamos el paso, con el aliento robado por una imagen imborrable. Teníamos ticket para las diez y media. Llegamos con cautela a la entrada, como una comitiva que pide audiencia para ser recibida por el Rey. Ante sus muros, sólo cabía la humildad. Algo que olvidaron los alumnos de un colegio francés a los que la educación no ha visitado todavía. Cuando llegó nuestro turno, nos enfrentamos al imposible. Disculpen el desorden de mis ideas, pero paso a enumerar lo que vieron mis ojos. Una gruta artificial, o el adalid de los caprichos. Los Alpes tras la ventana. Una cámara llena de velas esperando a ser encendidas, en la que nos contaron que el Rey simplemente paseaba para meditar. La sala del trono. La habitación de un Rey. Tristan e Isolda; o Putifar, formando parte de la Capilla Sixtina del castillo. ¡Oh, el castillo! Mi aliento ya era parte de él, como podrán suponer. De ahí que quiera gritar con todas mis fuerzas que ¡Larga vida al Rey! Disculpen de nuevo, pero caminar por las páginas de un cuento de hadas no es algo a lo que sea fácil renunciar. Para mí, duró muy poco. Demasiado poco. Quiero revivirlo, aunque me conformo con el recuerdo y el agradecimiento eterno por haberlo visto antes de morir. Neuschwanstein. Difícil nombre. El nuevo cisne de piedra, dice la traducción. Cuando descendimos de las cumbres, volvimos a detenernos en la misma curva. Y allí, en una triste despedida, volvimos a contemplar la imborrable marca de la eternidad.