No es la primera vez que se afirma lo que voy a expresar aquí hoy; solo me hago eco del sentir de la calle, de las personas honestas e inteligentes a quienes les preocupa más el bienestar de toda la ciudadanía que sus míseras ambiciones personales de seres cobardes y débiles cifradas en un coche un poco más grande, un televisor un poco más potente y un puesto un poco más alto en la empresa (donde puedas demostrar a gritos a unos pocos más de tus compañeros que tú eres el jefe). Gente que no tiene pereza mental ni miedo a reflexionar, aunque eso le haga enfrentarse con sus fantasmas, y que descarta las explicaciones rápidas, irreflexivas e inhumanas, además de falsas, de la lamentable situación actual, como la estupidez de que son los inmigrantes los culpables de la crisis, por ejemplo. Esas personas son las que claman bien alto que cuando un gobierno, aunque elegido democráticamente (si es que se puede llamar elección democrática la regida por un ley electoral fabricada a la mayor gloria del inmovilismo y comprada mediante pancartas, anuncios y noticias manipuladas), traiciona a sus electores haciendo matemáticamente lo contrario a lo que había prometido en su programa, cuando además derrocha en lujos asiáticos de sus integrantes y amistades, en cargos de confianza y en inversiones sin sentido (que no favorecerán a la población sino a la elite económica que los subvenciona y mantiene) mientras ataca sistemáticamente los derechos y las vidas de los más desfavorecidos, y por si fuera poco reprime con dureza criminal y descalifica el legítimo afán de protesta mientras desvía la atención creando problemas de la nada, como los nacionalismos periféricos, este gobierno ha perdido la poco legitimidad que pudiera haber tenido. Y hay que derrocarlo. YA. Sin esperar un minuto más. Sin ponernos una excusa más.