Revista Comunicación

Nicolás Añanco, un detective emocional

Por Jalonso

Por Juan Alonso

 

Nicolás Añanco se levantó con una resaca espantosa. Con la mitad del cuerpo desnudo sobre la cama y los zapatos puestos parecía que volvía de la muerte y de todas las noches. El dolor de cabeza le impedía pensar bien. Tal como estaba –turbado por el olvido- se metió en la ducha casi con lo puesto. Eran las dos de la tarde y la ciudad hervía hedionda.

El agua fría le hizo bien. Se miró al espejo y de los ojos le salía un resplandor profundamente gris que algo inexplicable mantenía encendido desde adentro de sus tripas. Se afeitó y pensó por enésima vez en quitarse el bigote y la barba que lo acompaña desde hace unos 20 años. Pero al primer tijeretazo aquello no le gustó. Se veía otro y quería ser siempre el mismo. “Vos tenés que aprender a volar”, le dijo un amigo. Nicolás arrastró una carcajada seca con el encendedor en la mano, totalmente en pelotas, caminando casi rengo por el living de su casa.

Fue hasta la computadora y buscó algo de Robert Gray. Se lavó los dientes con el blues sonando de fondo, preparó un café doble potente, sin nada para comer, ya que casi siempre su heladera está vacía de alimentos.

“Acá lo único que te puedo ofrecer son botellas”, le dice a las visitas, para rematar: “eso sí, están llenas de vida ellas, muy nenas”.

Encendió el primer cigarro negro del día.

Miró por la ventana. Una empleada doméstica tendía la ropa en la terraza color ladrillo, por la calle pasaba el comprador de usados y rotos, con su sonido estridente y característico en réplica constante.

El crimen de Constanza Arriaga lo tenía mal a Nicolás. Soñaba con el asesino y no había noche, pese a cualquier compañía, que no la recordara. A ella. A Constanza, la chica muerta en las vías del tren. De a poco se estaba enamorando de aquella mujer recortada a machetazos y de cuya figura solo conocía la sangre. La sangre en un cruce de vías.

Y era como si ella volviese de aquella muerte violenta para inquirirlo, para azuzarlo en su letargo de esa bruma de bodrio cotidiana.

Quizás por eso, en las últimas semanas, Nicolás había completado un detallado repaso de cada uno de los instantes de la biografía de la joven de 23 años muerta cuando volvía de Retiro, a metros de la estación Núñez, en el norte de Buenos Aires.

Nadie había visto nada. Ella parece haberse esfumado en el espanto de forma tan ágil como una sombra de miedo. No había testigos del homicidio. Sólo la carita angelada de Constanza que iba y volvía a su mente afiebrada por el alcohol y los excesos. Pero tenía que haber una prueba, un cabo suelto, un primer novio, un segundo, alguien, un vecino, un portero de edificio, un amante, un jefe, un padrastro, un psicópata serial; tenía que haber algo para que Constanza descansara en paz y él, Nicolás Añanco, lograse volver a reírse un poco del mundo y del putísimo destino.

Sobre la mesada del living, desplegó un mapa de la escena del crimen y comenzó a pensar como si fuera el asesino. Se concentró tanto que parecía fuera de la realidad. Recordó que eso mismo le decía su ex mujer los domingos a la mañana, mientras Nicolás miraba con abulia la ventana, los árboles y los pájaros.

Ese desvarío alucinado duró al menos una hora de cavilaciones con y sin ningún sentido. Con un bolígrafo rojo fue trazando los puntos flojos de la instrucción penal. Y se hacía cientos de preguntas que no podía responder de forma lógica. “Esta mierda me está matando. Un día de estos largo todo y los mando al reino del carajo”, murmuraba para sí Nicolás, como siempre.

Faltaba un rato para reunirse con el inspector Aguirre, un tipo agudo que no dejaba nada librado al azar para resolver un crimen. Pero ni Añanco ni Aguirre habían progresado en la investigación del asesinato de Constanza y eso a Nicolás lo ponía más nervioso que nada en el Universo. Ni siquiera había encendido la televisión salvo para ver la temperatura y algún canal de noticias en donde un cronista fisgón y travieso se encargaba de recordar el caso de Constanza.

“Lo voy a encontrar. Al hijo de puta que la mató lo voy a encontrar”, se repetía en el ascensor, en el auto, en el subte, en el bar, frente a los espejos del baño, en la oficina. Estaba obsesionado con hallar todas las respuestas. No le quedaban muchas opciones. Debía seguir siendo Nicolás Añanco, el hombre admirado por sus compañeros como el tenaz, el astuto, el tipo que tiene una mirada sobre cada cosa fulera. Un tipo demasiado acostumbrado a lidiar con la muerte sin poder comprenderla. Ella simplemente llega sin anuncios. Ni pompas. Se impone como un látigo en la espalda del condenado. Está.

En todo eso pensaba Nicolás Añanco, detective de la División Homicidios de la Policía Federal, cuando sonó el chasquido del piso de madera de su casa y alguien soltó un sobre papel madera por debajo de su puerta.

-¿Y esta gran mierda?- Dijo, malhumorado. Vamos a ver de qué se trata esta maldita historia.



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