En 1996 se publicó la novela Seda, de Alessandro Baricco, que se convirtió pronto en una sensación en toda Europa, por su ambiente oriental, su lenguaje lírico, sus frases cortas y sus capitulillos breves, que encandilaron a los lectores de forma casi unánime. Tres años más tarde, el francés Maxence Fermine entregó a los lectores su primera producción novelística que, con el título de Nieve, seguía inequívocamente la estela del italiano. No se trata, como es lógico, de una crítica ni de una observación malévola, pero sí de una evidencia incontestable, con la que se mostrará conforme cualquiera que conozca ambas obras: parecen primas hermanas, tanto en su espíritu como en su formulación.
En Nieve nos encontramos con Yuko Akita, un muchacho japonés que, renegando de las tradiciones familiares (que lo impelían a dedicarse al sacerdocio o el ejército), decide convertirse en poeta. Tres son, durante la juventud, sus amores: los haikus, la nieve y el número siete. Y tres serán, también, las mujeres que turben su ánimo durante los años siguientes: una muchacha que encuentra junto a la fuente (con la que mantiene sus primeros contactos eróticos), la joven que acompaña al emisario imperial (que lo visita para conocer sus progresos en el mundo de la poesía)… y el cadáver congelado y aparentemente desnudo de una dama, que encuentra mientras viaja en busca de su futuro maestro Soseki. Con levedad y con buen pulso narrativo, Fermine nos va conduciendo por esta historia de colores, funambulismo, búsquedas espirituales, desamparos y fatalidad, que se lee con mucho agrado y que resulta por momentos conmovedora. Al final, una tierna sorpresa servirá como cierre de una narración tan eficaz como admirable. Aunque no se la pueda aplaudir por su originalidad formal, sí que es razonable hacerlo por la manera en que Fermine desarrolla y cierra su historia, la cual se eleva hasta un buen nivel.