Revista Cultura y Ocio

Nigra sum sed formosa, filiae Jerusalem : la voz poética de María Castrejón

Por Evagp1972
Nigra sum sed formosa, filiae Jerusalem : la voz poética de María Castrejón  
                                  Fotografía de Eva Gutiérrez Pardina (CC BY 3.0)


El bendito cuerpo de María Castrejón -  escritora de relatos, ensayos de crítica literaria y además, poeta - nos deslumbra tatuado de literatura en la portada de Volveré mucho más tarde de las doce (Egales, 2011), su primer libro de poemas. Que la belleza no os llame a engaño: bajo esa suave piel late una ars poética que, desde el mismo inicio, nos escupe iracunda: no me sale del coño / escribir (...) Me sale de los cobardes / que se comen a los muertos / y a los enfermos / que los arropan mientras hablan por teléfono / de las bragas talla -s. Esa voz no es, decididamente, la de una mujercita complaciente, evanescente y pálida. No lo es ni lo necesita. Ella se sabe sucia pero hermosa como las tiritas / pegadas en el asfalto. Leerla es alzar una piedra con la mano y arriesgarse a encontrar escorpión o bicho bola / gas o veneno.
El mito de Démeter, Perséfone y Hades cruza de principio a fin estas páginas inquietantes. El cansancio de una separación pactada  que va  a repetirse eternamente se encarna en una  madre  nutricia que llena la nevera de una hija que siempre pasa hambre, en una exagerada acumulación de comida que será, en definitiva, inútil:  el dios Hades, desde la línea blanca que separa ambos mundos y que no puede cruzar, suspira por su esposa y pierde todo apetito. Es un círculo vicioso de culpa compartida: la madre es consciente de que ha pasado un testigo envenenado a la hija que tendrá, como ella, una úlcera en el útero;  el marido se sabe culpable del secuestro que provocó ese eterno proceso de separaciones y reencuentros, y la hija, en el fondo, quisiera permanecer junto a su esposo, pero  vuelve junto a Démeter porque la sabe sola, y porque teme que en la tristeza por su ausencia pudiera asolar el Mediterráneo.

Hija mía, me duele tanto úteroporque me escribieronme pintaron me esculpieron
madre

arrastro mis zapatos planos por la sección de bisutería
y nacen flores
parece hermoso
y es triste

Es la tristeza de esas madres aburridas de todo, obsesionadas con la alimentación y la limpieza, sin más horizonte que las baldosas del baño y ese horno que, como en el caso de Sylvia Plath, puede acabar, cualquier día, convertido en improvisado tanatorio. Es el dolor de esas mujeres que siempre tienen las manos sucias, llenas de grasa / del horno, / del fregadero/ del suelo, y que se levantan 
(...) TAN prontoque cuando llego al Mercadonahay gentede espaldasmirando un cierre lleno de grafiti

En las páginas de Volveré mucho más tarde de las doce el mito clásico adquiere pues un nuevo giro, como el cuento de Caperucita, que declara su amor al lobo tras quince años de convivencia: Porque te como mejor / porque los dos tenemos hambre. El  desamor se supera cortando -por la línea de puntos-  la lengua al amante, cuyos restos devorará por entero, aunque su ingesta resulte pesada e incómoda. María da y recibe dolor hasta cuando ama (¿En breves instantes / me romperás el corazón / del cuello?). No sabe amar de otro modo, porque 
No me sale sumar dibujos y saliva
solo atravesarte
hasta asesinar tus cálculos
renales

Sólo a veces, en el beso, se distiende -un poco- la tensión de las mandíbulas hechas para desgarrar y deglutir. Pero si el amor -lo excelso-  es poco más que dolor, la vida cotidiana sólo merece el menosprecio de las cucarachas, que nos miran por encima del hombro. Sólo el niño es capaz de ver la mediocridad y el asco de la existencia, lo pútrido, lo oculto, ve el charco que la bolsa de pescado ha formado en el / suelo, y (...) señala la sangre que sale por debajo de la puerta. María nos recuerda que la vida tiene una vertiente muy distinta a la que vemos en los anuncios: 
la gente que canta 
cumpleaños feliz
también sufre accidentes de tráfico 
y los peluches que dejaron los niños
supervivientes en la 
planta de Oncología 
están llenos de ácaros.

Como el hámster atrapado en la espiral de alambre, corremos sin descanso mientras una voz grita en nuestra cabeza que todo esto ha de tener algún sentido. Buscamos refugio ante el sinsentido, pero no lo hallaremos en la casa familiar. En el poema "Mi casa", María renegará de su hogar una, dos, hasta tres veces. En "Mantis religiosa", el padre no ha matado a la madre - no todavía- porque en esa casa no sucede nunca nada, huele a seguro a todo riesgo y la mirada es tan neutra como la de la sala de espera del dentista. 
Si me preguntan 
les digo 
No es mi casa. 
Me avergüenzo 
de la capa de pintura 
de la mesa plegable de la cocina 
del olor a paño mojado  
   manchado de leche

María grita, rabiosa, luchando por liberarse de la baba maloliente de la existencia. Ella es la rechazada, el polo opuesto, el feto formado a base de chinchetas; ella es la expulsada del templo, el ángel maldito que todo lo trastoca y del que las madres alejan a sus hijos. Ella es la mujer que se yergue sobre el peso de milenios y crea a su propio Adán (creo que debería ponerte nombre / o quizá el beso / haya durado demasiado), y lanza tras de sí restos de comida que le lleven hasta su boca, aunque tenga que esperar tanto que casi se muera de hambre. 

La voz de María es sucia, triste y desesperanzada, sí, pero a la vez es tan hermosa... que no puedo sino amar los clavos que le atraviesan los pies.

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