Cuando no lo estás buscando, aparece. Sucede cuando
abres una puerta y dejas salir a alguien. Un atisbo. O cuando eres tú el que
sale del ascensor y, durante el instante, cruzas tu ser con otro ser. No sé que
importancia tiene en todo esto el movimiento. Pudiera ser que el movimiento
permitiera una imagen fragmentaria del otro. Un fotograma imposible e
irrepetible. Todo se desvanece pero todo vuelve a emerger. Como esos libritos
hoy en desuso en los que, si dejabas que las páginas pasaran una detrás de otra
usando el pulgar, la figura representada, normalmente en blanco y negro,
cobraba movimiento, vida por tanto. Pues así veo, a veces, al otro como si
fuera una de esas páginas, una a una, congelado para siempre. Es un efecto un
tanto inquietante que, al menos mi mente, es incapaz de asumir plenamente.
Salgo del ascensor y veo la exacta expresión del otro. Un fogonazo. En
ocasiones es miedo lo que veo, otras, pura relajación ante la vida o felicidad
rabiosa. Depende de las horas y del sujeto.
Puede ser miedo, cansancio, vacío, serenidad. También me ocurre cuando
voy a correr y constantemente el camino que sigo se intercala, fugaz, con otros
caminos. O al levantar la cabeza de repente y mirar al otro. La imagen exacta.
¿El alma? ¿O son los distintos colores del alma en continua transmutación? ¿O
acaso lo que me sucede, que a tantos nos debe suceder, no es otra cosa que otro
falso reflectar de esa máquina tan sofisticada que llamamos mente? Tomo el
autobús. Subo el peldaño y levanto la cabeza del suelo. Veo el conductor, se
produce el destello. Introduzco la tarjeta de transporte. Camino hacia adentro,
buscando un asiento libre. El autobús arranca, se pone en marcha. Dejo de
pensar en las bromas que gasta el cerebro. De muchas maneras se puede ir a
ninguna y a todas partes.