Aún suena el agua en el interior de la ninfa de piedra, el murmullo de la corriente, el canto de los guijarros al chocar unos con otros, el eco de la cascada, el roce de las hojas de los árboles y la caricia de las ramas. Aún se oye el recuerdo del agua de su viejo hogar, de aquel arroyo lejano en el que el enorme sauce se apoyaba para refrescarse y descansar.
La ninfa es roca y es agua, es el alma del río, el rocío que baña las hojas con el el frescor húmedo de la aurora. Bajo su costra de piedra, la ninfa espera. En su soledad, llora bajo la llovizna que le empapa el rostro pero no llega a mojarla. No ha olvidado el calor del sol, ni la sombra plateada de la luna. No ha olvidado las estrellas. En silencio espera el día en que la tormenta funda la piedra en la que se ha convertido, el día en el que vuelva a sentir la caricia del viento al agitar las gotas de su cuerpo. Ese día, un torrente regresará al lecho seco de un río que también aguarda.