Revista Cultura y Ocio

Ninguna de las dos

Por Aceituno

Ellas también tienen hijos. No son estos, por supuesto, porque estos son demasiado rubios, demasiado blanquitos y demasiado perfectos. Los hijos de estas tres cuidadoras viven con el resto de la familia, a más de una hora de ese parque, fuera de la ciudad, donde ya no llega el metro y hay que coger, además, un par de autobuses. El extrarradio es el lugar donde mejor se van a sentir porque van a encontrar gente igual que ellos, gente que ha venido de muy lejos buscando un futuro mejor, gente con la piel morena y las costumbres diferentes que, por el simple hecho de no ser de aquí, se van a dar en las narices con la cruda realidad de que tienen muchas menos oportunidades que el resto. Son gente del montón, de segunda división. Gente acostumbrada a perder a la que no le importa seguir perdiendo. Ganar nunca formó parte de su vocabulario. Así los ven los que viven cerca del parque grande, en pleno centro de la ciudad.

Lo más seguro es que pasen mucho más tiempo con esos niños que con los suyos propios. A los suyos los educan como pueden, entre todos, por las mañanas están con la abuela, luego, después de comer, se quedan con el hermano que ya tiene trece años y por las tardes pasan un par de horas en casa de la vecina, que es estupenda y les da de merendar. Las madres no los ven más que un par de días a la semana porque trabajan de internas en esos pisos tan enormes y modernos y tan cerca de ese maravilloso parque. Allí disponen de una habitación pequeña pero cómoda, sencilla y solitaria, muy solitaria, especialmente por las noches. Sus tareas se limitan a todo lo relacionado con el bebé. Para los demás quehaceres del hogar tienen contratada a otra chica externa que pasa en la casa sólo seis horas.

Los niños rubios y perfectos tienen absolutamente de todo y las madres se pasan el día de acá para allá sin tener nada que hacer pero siempre ocupadísimas con frivolidades de todo tipo, que si la manicura, que si el paddle, que si la peluquería, que si el decorador… y no les importa un carajo que sus hijos estén todo el día con Sarita, la ecuatoriana que conocieron porque les dio el dato una amiga del gimnasio. Por suerte para ellas, Sarita es una señora inculta pero completamente responsable que sabe ocuparse de un bebé perfectamente porque ella sola ya crió a cinco y sin ayuda. Jamás hubiese imaginado que pudiese derrocharse tantísimo dinero en algo tan pequeño como ese bebé. Sarita habla de todo esto con sus dos amigas que están más o menos en la misma situación que ella, solo que una de ellas no es interna y la otra sí, pero no tiene hijos propios, así que la cosa cambia. La pena es otra. Los llantos, por la noche, son absorbidos por la almohada y solo Sarita sabe que fueron allí vertidos. Durante el día se vuelca con el bebé y hace bien porque le ayuda a no pensar demasiado. Le canta canciones, le lee cuentos, le da de comer, le cambia los pañales… todo lo necesario. Le está cogiendo un cariño profundo y real. Lástima que solo dure tres años porque en cuanto el niño cumpla esa edad ya puede ir a la guardería y Sarita se quedará sin empleo. Así de injusta es la cosa. Lo malo es qué hará con el cariño y el amor que ha estado compartiendo con el pequeño. Una vez más tendrá que tragarse sus sentimientos y compartir las penas con la almohada.

Pero Sarita, claro, está encantada de tener trabajo y llevar dinero a casa, pero no puede dejar de preguntarse cómo es posible que el mundo esté diseñado de esta forma tan estúpida en la que tenemos a dos madres y a dos bebés y ninguna de las dos se ocupa del suyo propio.


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