18 de noviembre de 2024
Me despierto triste en casa. Subo la persiana y antes de poder ver, los ojos aún pegados al estar recién levantada, distingo que hace un buen día. Un día frío de cielo azul y sol candoroso.
Estoy triste tal vez porque he dormido algo más de once horas, porque casa me recuerda a J. o porque hoy no tengo gran cosa que hacer y me dará tiempo de pensar.
Mientras voy de camino a la residencia, los adoquines del paseo me recuerdan a J., antes también nos levantábamos a las tantas los sábados y, sobre todo, los domingos. La noche anterior salíamos, aunque no tuviésemos a nadie más. Era invierno, era de noche, llevábamos las capuchas puestas y, sentados en el banco de un parque, nos abrazábamos y reíamos con una lata de cerveza en la mano. Por eso ahora casi nunca paso una noche sin plan, porque no quiero recordar que no le tengo para dejar de sentirme tan sola.
Ahora es domingo y leo. Se me ha pasado más de una hora sin darme cuenta, sigo con los pies fríos, bajo al piso de abajo a por una manta. Vuelvo a entrar a nuestra habitación, hay una máscara de buceo en medio de la cama. Pienso en lo irónico de la casual colocación de ese objeto en un lugar que nos pertenecía, y que ahora parece un lienzo en blanco, sin sábanas, sin decoración, sin nadie que lo habite.
Leo porque mi madre se ha enfadado y le tengo algo de pena, porque se ha quedado sin ver la serie que le gusta por culpa del berrinche. Y me gustaría darle la razón, pero no puedo, porque no la tiene, porque no deja que nadie se exprese, porque parece que le molestan los sentimientos y la debilidad, aunque luego resulte ser ella la más débil y sensible. Dejo que se le pase, aunque nunca se le pasa, todo se lo guarda, su rencor permanece en su ser durante años. Aun así, la abrazo. Ella no me aprieta entre sus brazos, pero yo la rodeo con los míos, porque la veo tan pequeña en ese momento en el pasillo, con sus gafas lilas, su batín bien ceñido, que me siento en la obligación de arroparla, de ser una buena hija. Y debo entender que ella nació en otro momento, que ya está mayor para cambiar muchas cosas. Vuelvo a pensar en J., el único que me vio fatal por mi madre, el que ha vivido las discusiones, lo mal que me ha hecho sentir alguna vez, los reproches, los gritos, el quitarme la voz, el herir sin motivo. Y me ha visto llorar como nunca por nadie. Siempre se lo decía: Las personas que más me hacéis llorar en este mundo sois mi madre y tú.
En la terraza este mediodía he sentido el viento frío en la cara, con los ojos cerrados, y ese viento era el mismo que en Australia a principios de invierno, en el sur del país, en una playa paradisíaca donde ninguno de los dos se bañó.