Los niños son víctimas de la maldad o las imprudencias de los adultos, en quienes confían inocentemente de manera ciega. En los últimos tiempos, el mar escupe los cadáveres en la playa de los pequeños que acompañaron a sus familias en huidas desesperadas de guerras y hambrunas. Otros son objeto de la perversidad abyecta de pederastas laicos y clericales, o sufren hasta morir el odio y el rechazo de unos padres que los narcotizan con somníferos para quitárselos de en medio. Los hay que sirven de reclamo a los profesionales de la mendicidad para despertar la caridad de los transeúntes. La infancia de muchos niños se ve amenazada constantemente por los malos tratos, las vejaciones y la explotación más repugnantes, o simplemente por el desinterés de unos padres descuidados. Algunos de ellos son abandonados a su suerte mientras sus progenitores satisfacen vicios y apetitos incontrolados. En cualquier caso, ser niño y sobrevivir a la experiencia se está convirtiendo en un privilegio de afortunados que, ojalá, sirva para que se conviertan en adultos responsables y amantes de sus hijos.