Una de las tareas más complejas y urgentes que tenemos quienes nos dedicamos a la investigación evolutiva es la de demostrar la influencia de los contextos de crianza sobre el desarrollo infantil. La inflación de datos procedentes de estudios transversales, en los que los efectos correlacionales han sido considerados causales con demasiada frecuencia ha llevado a fuertes críticas y dudas acerca de las posibilidades que padres y madres –también educadores- tienen para influir sobre el desarrollo y comportamiento de sus hijos e hijas. Quizá las críticas más duras a los estudios de socialización familiar han venido de autores como Judith Harris y Steve Pinker (ver aquí), que han destacado la importancia de las influencias ambientales o de los iguales, y han responsabilizado a psicólogos y educadores de culpabilizar a madres y padres por atribuirles la responsabilidad exclusiva de muchos de los problemas de sus hijos.
Los estudios longitudinales son cada vez más frecuentes, y aunque son pocos los que presentan diseños de carácter experimental, ofrecen una mayor potencialidad para analizar las influencias del ambiente sobre el desarrollo humano. Sin embargo, hay que reconocer que los efectos encontrados suelen ser de pequeña magnitud, lo que puede generar cierta perplejidad y mucha decepción entre quienes esperábamos efectos mayores.
Michael Pluess y Jay Belsky, en la actualidad investigadores de la Birkbeck University en Londres, arrojan alguna luz sobre este enigmático asunto mediante un estudio longitudinal en el que han seguido a una muestra de 1364 niños y niñas durante la primera década de sus vidas. Los resultados han revelado que el temperamento infantil ejerce un importante efecto de moderación en las relaciones entre la calidad de la crianza parental, o el cuidado alternativo (day care), y el desarrollo cognitivo y social de los menores. Es decir, no todos los niños se verían afectados de la misma manera por esta calidad ambiental, ya que serían aquellos de temperamento difícil quienes más beneficiados o perjudicados se verían por una crianza de buena o mala calidad. Por lo tanto, cuando los investigadores tratan de encontrar los efectos principales de la influencia ambiental sin tener en cuenta estos posibles efectos de moderación con demasiada frecuencia obtienen resultados decepcionantes. Como Pluess y Belsky sugieren, el temperamento difícil puede ser un indicador de una mayor sensibilidad del sistema nervioso a los estímulos ambientales, de forma que estas experiencias, tanto si son favorables como si no lo son, afectarán de manera más significativa a estos niños “difíciles” que a quienes tienen sistemas nerviosos menos sensibles. Esta mayor sensibilidad ambiental no tiene que limitarse a la infancia y puede extenderse a todo el ciclo vital.
Estos datos son de mucho interés, y abundan en la idea que ya expuse en una entrada anterior (ver aquí) de que la vulnerabilidad puede releerse como una mayor sensibilidad a las experiencias, y la resiliencia como una falta de plasticidad, y en la importancia que adquiere el proporcionar unos entornos afectivos y estimulantes a esas “criaturas difíciles”. Pluess, M. & Belsky, J. (2010). Differencial susceptibility to parenting and quality day care. Developmental Psychology, 46, 379-390.
Revista Educación
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