Acaba de publicarse la carta a sus padres de Diego, el niño de once años que se suicidó el 14 de octubre pasado tirándose desde su habitación en un quinto piso a las afueras de Madrid: la han hecho pública para que siga la investigación sobre el supuesto acoso que sufría en su colegio, porque la jueza del caso proponía archivarlo por falta de pruebas.
La carta dice que morir es la única forma de no volver al colegio, aunque no hace referencia alguna a haber sufrido acoso.
Iba a un centro religioso concertado el Nuestra Señora de los Ángeles, en el barrio de Villaverde, al que también asistía María, que intentó suicidarse unos años antes porque los profesores “dejaban que otras niñas me pegaran porque decían que eso me haría más fuerte”.
En ambos casos ha habido investigaciones judiciales y de la consejería de Educación madrileña sin pruebas que permitieran encontrar culpables de acosos.
Si las hubo contra las acosadoras de Carla, de 14 años, que se tiró al mar desde un acantilado en Gijón, o contra ocho compañeros de Jokin, en Hondarribia, que se mató tirándose desde una muralla.
El mundo de los niños es misterioso para los mayores. A veces no vemos el maltrato, o lo interpretamos como lucha natural entre cachorros humanos.
Pero si conseguimos que algún niño se sincere sabremos que muchas veces piensa en el suicidio, como dicen los psicólogos, sin provocarlo el acoso de compañeros.
El sistema educativo cargado de pesadas mochilas y esclavizadores deberes que eliminan el tiempo libre --para que los profesores trabajen menos, y eso deberían investigarlo los jueces de casos como este--, son otro acoso y ataque a los derechos humanos del niño que provoca angustia en su mayoría, de la que algunos se liberan matándose.
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SALAS