Los niños y los políticos abarrotan sus pupitres (sus escaños) con idéntico alboroto y calcado desinterés. Resulta enternecedor oír a sus señorías discutir, acusarse unos a otros de incumplir obligaciones fiscales; los niños también se la juegan en los recreos y se acusan y contratacan con argumentos infantiles, obscenamente sinceros en su planteamiento. Ser niño es habitar en la crueldad con la inocencia como coartada.
Montoro va de Robin Hood legal acusando a los demás de estafa tributaria. Al ministro de hacienda le tiembla levemente la voz cuando carga contra los actores, contra los diputados del PSOE, contra todos; el temblor de voz demuestra apasionamiento en lo que se dice; cuando te tiembla la voz sólo puede ser por dos razones: porque mientes o porque dices una verdad dolorosa.
Nadie sabe muy bien a qué van los políticos al hemiciclo, lo que empieza a quedar claro es la cantidad de información que maneja nuestro ministro de hacienda. Que mande a un juzgado todas esas irregularidades que conoce. Las amenazas eran, en la niñez, esa línea que nunca se sobrepasaba y que todos sabíamos que nadie se atrevería a sobrepasar. Montoro enseña la muleta sabiendo que el toro no embestirá, presumiendo de manoletina abstracta, fardando de modos frente al respetable. Pero torea sin res.
El Congreso de los diputados debería ser el lugar donde todos nos viésemos representados; no veo yo que las disputas entre sus señorías nos resulten representativas a los que tratamos de entender qué sucede allí. La cámara baja es lo más parecido a la hora del recreo, aquel breve oasis de insultos y zancadillas que disfrutábamos en el colegio. Que los políticos y los niños se parezcan cada vez más debe ser un signo posmoderno, ahora que hemos logrado alfabetizar a todos los niños y despreciar a todos los políticos.
El colegio y el Congreso parecen instituciones fundadas por la misma tenacidad: reunir para poner en desacuerdo, para confrontar, para buscar el conflicto, para crear una puesta en escena que frise con lo surreal. Ya hemos aprendido que en el colegio no aprendimos nada; parece que ahora toca comprender que el Congreso está ahí para que no nos enteremos de nada, para que todo quede en un espectáculo dialéctico; el espectáculo es entretenido a veces, aburrido otras, desconcertante siempre.
También como en el colegio los novillos representan la falta mayor, la gran irresponsabilidad, la mancha imborrable del currículo académico. El absentismo en el Congreso de los diputados es la temperatura del interés que los políticos sienten por sus ciudadanos. No existe control sobre la asistencia de los diputados a los plenos; el control debe ejercerlo el grupo parlamentario. Si al menos supiéramos que los políticos ausentes se prodigan con sublimes botellones…
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