Revista Moda
¡Hola! Hoy os voy a contar mi experiencia con un viaje relámpago que hicimos hace unos años a Niza, en la costa azul francesa, para asistir a la inauguración de una galería de arte.
Llegamos a la tarde. La noche cae, Niza se ilumina. Es sorprendente ver cómo serpentean sus callejuelas al pie de la Riviera francesa. Verticalidad, arcos medievales, edificios neo-clásicos, hoteles lujosos, playas de guijarros… Un intrincado de calles muy muy estrechas en las que se acumulan tiendas de artesanía, bistrots y otros restaurantes con encanto.
Precisamente, mi anécdota de hoy empieza en nuestra primera noche en Niza. Habíamos quedado en un restaurante a 50 metros del hotel, y en esa mínima distancia, los jaguar y los porches se precipitan hacia el centro de la ciudad.
Nuestro anfitrión nos instala en un reservado. Quedan algunas mesas libres y algunos jóvenes sonrientes y de piel bronceada se deslizan hacia ellas como una lluvia fina. Delante de nosotros, hay bandadas de rubias. “Son chicas del este a la búsqueda de patrocinadores", -nos sorprende otro invitado- “ya sabéis a qué me refiero”, dejó caer guiñando un ojo.
Demasiada agitación y tumulto para ser un restaurante, y sobre todo, un reservado. La noche se iba torciendo.
En cierto modo, tenemos suerte porque somos parte de la estrecha escolta de nuestro anfitrión, encantador, centrado y que se deshace con la comida y el champán; y acapara toda nuestra atención, mientras afuera, algunas chicas poco escrupulosas no dudan en sentarse encima de generosas rodillas.
Prejuicios fuera. Estamos en Niza, en la Côte Bleue, rodeados de gente superchic con clase y belleza. Somos afortunados.
Termina la cena; dejamos a nuestro anfitrión con sus negociaciones; y salimos al mundo animal de la calle. El fresco aire mediterráneo nos despeja las burbujas del champán; la noche es cálida, y se agradece el paseo. Mañana nos espera un día intenso.
Entre una veintena de obras admirables circulan tantos camareros cargados con bandejas en equilibrio, que apenas te puedes alejar para ver la obra en su plenitud y hacerte la pregunta que siempre surge en cualquier exposición que se precie: “¿Tú lo pondrías en tu casa?”
Nuestro anfitrión nos presenta a todo el mundo. Me duele la cara de tanto sonreír, y los tacones empiezan a afligir su tradicional tortura. Es hora de salir afuera. La galería está atrapada entre dos hoteles lujosos entre los que desfilan coches largos, limusinas, la moda francesa, Rolex auténticos y pieles. Es fascinante.
El problema es que en Niza, en otoño, el aire te estrangula con los dedos congelados. Pero, todo el mundo, sigue con sus trajes de verano. ¿Será una forma de tener las carnes más duras? Volvemos a entrar y la canción de Irresistible de Estefanía de Mónaco no para de sonar. Me temo que la tengo metida en la cabeza y estaré todo el tiempo cantándola hasta que nos vayamos.
La exposición es agradable aunque nada que no hayamos visto antes, y todo con un fuerte estilo Basquiat. Es hora de terminar y abandonar cobardemente a nuestro anfitrión. Estamos cansados y es hora de regresar.
De vuelta a la normalidad, vemos las cosas de manera diferente. Ha sido una oportunidad maravillosa de “entrar” en otro mundo, por lo habitual vetado para nosotros y nuestra humilde vida. Pero, la impresión general es que no es una vida para nosotros. Lujo, glamour son cosas que muchos ansiamos, pero cuando los tienes delante, lo único que se percibe es que en esos lares la vejez es una cosa despreciable, pese a que el dinero pueda compensar en gran medida esa calamidad. Es una fiesta perpetua que exige carne fresca y alcohol, y donde todo el mundo parece esperar a que algo suceda. Aburrimiento de placeres, lo llamo yo.
¡Hasta mañana mes cheries!!
Imagen superior vía Etsy (Ilustración de moda de Anna Dello Russo y amigo por Emily Brickel: 21,99€)