Revista Cultura y Ocio

No amenaces con quererme – @dtrejoz

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Ese día,
el universo estaba a punto de llenarse de luz,
pero nadie –más que él– podía sentirlo.

La historia empieza muchos años atrás, aproximadamente unos 27 años, era una tarde fría y lluviosa, un motel en Heredia, un niño de 14 y una niña de 15 teniendo su primera vez, no voy a entrar en debates morales ni en juicios inútiles, solo voy a quedarme con el momento cuando el niño se queda a solas en la cama, cuando ella va al baño a ducharse después del coito. En ese momento lo pensó (típico de los actos precoces en los adolescentes) se dio cuenta de lo irresponsable que había sido, cayó a la razón de que ya estaban ambos en edades fértiles y que un embarazo era muy posible, de hecho tuvo pánico, y con un arrepentimiento de esos que nacen del corazón, le pidió perdón a Dios por sus actos, y pidió textualmente, “que no le diera un hijo nunca, que renunciaba a la posibilidad de ser padre, pero que los librara por esta vez de un embarazo”.

Dios lo escuchó, y toda la vida le pasó de largo como un castigo.

El asunto es que ahí estaba yo la otra vez, llegando a mi cumpleaños número 40, escribiendo un ensayo lleno de emoción, vendiendo la idea de que la vida es como una recta numérica, que antes de los cuarenta están los números negativos y después de los cuarenta los positivos, un chorro de opiniones analizadas a mi conveniencia para no sentirme viejo, aunque en el fondo sí tiene mucho poder la esencia del texto cuando dice que es un buen momento para empezar a vivir todo lo que se ha ensayado, hacer sueños realidad y no hacer drama por la edad, decía que los cuarenta son la hora cero, un enorme asterisco en la vida de las personas, porque nadie se da cuenta que va a cumplir cuarenta hasta la noche previa a cumplirlos…y no, como si se cumplieran los cuarenta años en una sola noche… y óigame… eso tampoco.

Pues bien… ya que hablamos de sueños por cumplir, algunos sueños uno deja de soñarlos, se cae en la resignación de no poder tenerlos y se deja arrastrar por la vorágine de la rutina, se etiquetan “imposibles” y se guardan en un cajón donde nadie los escuche.

En la vida hay segundas oportunidades para todos, mi Dios es bueno. Y así sin proponérselo, una bonita mañana de sábado, la mujer de 24 y el hombre de 38 se encontraron a la salida de un examen de bachillerato, y se empezó a forjar una historia de amor de la que ya se ha escrito en todas partes y aquel hombre volvió a sentirse niño, el amor volvió a pasarle por el frente y a pesar de las promesas de no volver a enamorarse, cayó rendido en el corazón de la mujer que sonreía como alcanzando el cielo con los labios.

El amor es así, impredecible, ingobernable.

Luego de dos años de intentarlo, la encontró deshecha en lágrimas, sintiéndose culpable por no quedar embarazada. Entonces recordó la oración que le hizo a Dios y tuvo que explicarle sus motivos, le contó de su miedo y de su cobardía, y de cómo ahora posiblemente lo lamentaría como no había querido hacerlo.

Esa noche encontró el valor y se arrodilló ante Dios. Rogó desde lo más profundo de su ser por misericordia y Dios de nuevo lo escuchó. Pero los misterios del señor son grandes e incomprendidos por el hombre, y un primer embarazo de 6 semanas de gestación terminó en aborto espontaneo y con un gran dolor en el seno del hogar.

Hay esperanzas como piedra… indestructibles. Y Dios les hizo su milagro. Porque cuando más difícil parecía volver a lograr un embarazo, cuando más lejos se veía la posibilidad de otra gestación, seis semanas después de perder a ese angelito, nuevamente estaba ahí frente a la puerta de su casa, ingresando a la salita y encontrando una serie de globos adheridos al cielo raso, cada uno con un papelito en el interior, colocados estratégicamente como marcando una ruta hacia el fondo del salón. Lo demás era la mirada llena de picardía de su mujer, con un brillo que no conocía, llenando el aire de sorpresa y complicidad.

“Empieza a reventarlos”, le dijo, “hay que ver qué dicen los papelitos”

Uno a uno fue reventando cada globo, con el corazón en vilo, a punto de romperse.

“Familia”, “Hogar”, decían los primeros dos papelitos dentro de los globos, “Consuelo”, “Amor”, “Esperanza”, decían los siguientes tres… ¿Esperanza?, balbuceó para sus adentros… y el último globo estaba ahí frente a sus ojos. Con la explosión del último globo se detuvo el mundo, en su interior había un examen de sangre con fecha de ese día que daba positivo para embarazo, estaba a nombre de Rebeca Sibaja León, y el mundo no giró por mucho rato, y el corazón le reventó en confeti. Solo sé que lloré conmovido y quebrantado, de esos llantos en los que el corazón se quiere ahogar pero sobrevive, de esas emociones donde uno se rinde a la alegría, sin palabras, sin preguntas, solo aceptando tanta dicha.

“Tan parecido al amor, tan parecido a la poesía. Tan parecido a soñar, tan parecido a una promesa…”

Miércoles 3 de mayo del 2017, 15:57,  sala de partos, doctora Molina al mando, hospital México, San José, Costa Rica.

El tiempo tiene ese capricho, de parecer eterno o parecer cortito según la perspectiva. Ahí volvió a detenerse, pero conmigo adentro. ¡Puje mamá! dijo la doctora, luego vi el rostro de Rebeca, tan dulce a pesar del sufrimiento, toda una guerrera en su labor, desafiando al dolor y trayéndonos esos 3.465 gramos de ternura, 51 centímetros de cariño y de milagro, la esencia de nuestro amor, una parte suya y una parte mía resumida en ese pequeñito que gritaba como asaltando al mundo, abatiendo mi corazón.

Y lo amé.

Y ya lo amaba, pero lo amé distinto. Lo amé con cada poro de mi piel, con cada tuétano y con mis entrañas, lo amé con cada soplo de aliento hecho suspiro, lo amé con cada lágrima que reímos, lo amé con cada año de vida que esperé para poder verle, con cada segundo de todos los minutos de su ausencia, lo amé con cada noche que soñé tenerle, con cada canción que le compuse, con cada caricia de cada amanecer cuando se movía dentro del vientre de Rebeca, lo amé con cada emoción y melodía, con cada verso de su poesía, lo amé con el sueño de colores que cada girasol tiene cuando duerme, lo amé con todas las fuerzas de su madre que pujaba, lo amé con cada beso del ocaso a la montaña, lo amé con el dolor que soportamos devastados cuando perdimos a su hermano, lo amé con el aliento de la brisa zigzagueando sobre el prado, lo amé con la delicia de un café humeante junto a la chimenea mientras se empañan los cristales, lo amé con el romance que tienen la lluvia y mi ventana, lo amé con el reflejo de la luna llena en cada noche sobre el lago, lo amé con el rocío sobre la hierba y con las cuatro estaciones que caen sin descanso sobre los tejados de las casitas viejas de madera allá en el campo, lo amé con el arrullo del riachuelo saltarín entre las piedras, lo amé con el bramido del mar al romperse contra las rocas, lo amé con calma y tempestad, lo amé sin piedad. Lo amé con la vehemencia de las noches que esperan la llegada de otra mañana fría para despertar, lo amé con el sosiego de las manos del abuelo en su bordón hecho de rama de guayabo, lo amé con el consuelo de un abrazo que te encuentra por la espalda, lo amé con el deseo de vivir que proclamaba en cada grito, en cada bocanada de aire, en cada patadita y en cada intento de sujetar al viento con sus manos. Lo amé con toda la vida del planeta, como si todos los elementos del universo formaran parte de un corazón que latía dentro de mi pecho incontrolable, desbocado, como si en cada latido se estremeciera la tierra, así lo amé, con cada destello de la luz que resplandecía desde su estela de bebé arcoíris. Lo amé como si mi vida dependiera de eso, de amarlo sin medida y sin espacio, solo amando por la inercia de saber que estaba conociendo un amor que jamás había sentido.

Un amor así ni siquiera se acerca a lo que escribo, las palabras no pueden describirlo. Pero es bonito intentar hacerlo mientras lo veo dormir lleno de paz y de ternura, envuelto en un aire de bonanza entre las nubes, mientras lo escucho respirar sin miedo a nada, mientras sonríe como un ángel desde su sueño enamorando a las hadas de los columpios.

– “No amenaces con quererme” le digo, apenas susurrando, para no interrumpir la muequita de paz que conserva mientras duerme, y luego prosigo:

“porque cuando me quieras –pequeñito– no va a quedar ni un solo lugar en el mundo que no pueda florecer, ni un solo lugar en el mundo que contenga mi sonrisa, ni un solo lugar en el mundo donde me sienta sin abrigo”.

 

Va por Juan Diego, mi hijo.

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