“La amenaza es el arma del amenazado”
-Leonardo da Vinci-
No amenaces con quererme, dijo. Me reí, o mejor dicho sonreí con fuerza, casi con ferocidad, con la amplitud de un mueble empotrado en el salón. Mi respiración, a juego, podía confundirse con una carcajada. Ella era una cría apenas. Yo no mucho mayor entonces. También sonreía, pero de otra forma, afilada y brillante como un cuchillo, si entiendes lo que quiero decir. Así tienen que sonreír las hadas, pensé. Por eso en mi imaginación las hadas eran guerreras letales, proyectiles de rabia y de luz y sarcasmo. Porque ella siguió hablando: “No es una guerra que puedas ganar”.
No amenaces con quererme, pensé. Cerré los ojos y me dejé llevar por el orgasmo, tensando tanto el cuerpo que sus manos podrían haber tocado en mí un solo de guitarra. Habíamos jugado a un juego peligroso, como son todos los juegos que merecen la pena, y me estaba cobrando el premio. O el castigo, en ese momento me daba igual. En mi mente una espiral comenzó a girar cada vez más rápido y yo no tenía otro objetivo que llegar al centro y estallar. Por un instante, me resultó casi insultante tener que compartir la explosión con su boca, pequeña artista invitada. Y entonces, fundido a negro, como en mis sueños.
No amenaces con quererme. Lo suelto así, como un jugador de póquer su mejor falsa cara de duda ante una mano imbatible, su mejor cara de cebo para la codicia ante el resto de apostadores. Aunque es verdad que nunca he jugado así al póquer, lo he visto en películas. Tampoco he tenido conversaciones como esta, este estar sentados en un bar y que el ingenio sea, por ahora, más importante que los besos. Así que escarbo mi memoria en frases y fintas como esta, que creo que he robado de algún tweet o un estado de Facebook de alguien que tenía tiempo de sobra para desperdiciarlo haciendo favores a absolutos desconocidos. No pierdo de vista su sonrisa, el brillo de sus ojos. No sé si habrá besos, pero al menos te regalaré un buen arsenal, preciosa.
No amenaces con quererme. Amartilló el arma y acarició el gatillo hasta que la frase hizo diana en mi cabeza. Luego todo dejó de tener olor, sabor, textura, consistencia. Mi cuerpo se volvió huero, perdió la capacidad de sentir, daba igual. No había alegría ni risa ni felicidad, tampoco lágrimas. Cuando me miraba en el espejo, me recordaba a esas siluetas pintadas con tiza en la escena del crimen, que siguen días después recordando a quien tenga las agallas suficientes para pasearse por un sitio donde la muerte aún habita, que allí una vez hubo alguien. Las palabras son más mortales que una bala del calibre 38, si aprieta el gatillo la persona adecuada. Y ahí sigue el revólver, listo para volver a disparar, si de pronto renazco.
No amenaces con quererme, suplico. Nunca he sabido ser sutil, soy más bien la clase de monstruo que abre tu carne con sus garras para poder devorarte las tripas mientras te quedas quieta esperando la caricia. No estoy acostumbrado a dulzura y palabras tiernas, no me entiendas mal, tal vez podría relamerme si acabo cogiéndolas el gusto, quien sabe. Pero te aviso, ante una amenaza, ataco, y después, ya no quedan ni siquiera restos que poder volver a recomponer. Mi súplica atraviesa la distancia entre tus dedos y los míos, he sentido la descarga. Ahora que las cartas están boca arriba, me he vuelto casi humano.
No amenaces con quererme. Hazlo. Sangra. O no sangres. Da igual en el fondo, estoy harta de palabras y amagos y lágrimas. El amor no es una amenaza. Pero se me ocurre que querer no es lo mismo que amar. Amar no es desear, no es ansiar, no lleva a poseer. Amar es darse. Da igual. Sigo hablando. Has puesto los ojos como platos. Tu revólver tiembla en los labios. Dejas de apuntarme. Yo estoy cansada, demasiado cansada de frases hechas. Cada cual vive esto como desea. Me parece estupendo. En un duelo se supone que tienes derecho a elegir tus armas. Perfecto. Busca más solas palabras. Lo que quieras. Yo me voy a pedir otra cerveza.
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