"El viajero ha pasado a ser una especie en extinción en un mundo tomado por turistas. Como les tiene aversión, se pasa la vida huyendo de ellos. Les observa con condescendencia, repitiéndose que no es como ellos y forzándose a marchar cada vez más lejos para no encontrárselos. Quiere ir allí donde todavía le reciben con sorpresa. O mejor aún: donde no le recibe nadie. Busca, sin terminar de encontrarlo, el fin del mundo. Pero ¿dónde queda?"
De esta búsqueda del fin del mundo va buena parte del libro. Y a fe mía que lo encuentra, y si no es mismo fin del mundo, bastante se le parece. Tal es el caso del remoto Reino de Bután, en la cordillera del Himalaya, que el periodista visitó cuando trajeron por primera vez la televisión ¡en 1999! y su retorno siete años después, para constatar los cambios que el invento había traído sobre el aislado reino del dragón del trueno. O la cárcel sin barrotes (ni paredes) de la isla de Palawan en Filipinas. O aquel que da nombre al libro "el lugar más feliz del mundo" que es como la propaganda de Corea del Norte describe un país sumergido en un régimen totalitario y paranoico.
Hay que decir que el libro se beneficia de esa alianza que a veces se da entre la literatura y el periodismo y que posibilita ese género hoy bastante ninguneado por los grandes medios llamado crónica y que tuvo grandes maestros como Ryszard Kapuscinski, del que David Jiménez es un buen exponente. En el libro, la escritura, siempre cuidada, está, no obstante al servicio de la historia, de los hechos reales y de las personas que los protagonizan, lo que no impide que un aliento poético recorra las páginas de los seis bloques que componen el libro: lugares, fronteras, calles, celdas, amaneceres y retornos.
Pero El lugar más feliz... es un viaje no solo por los espacios físicos más recónditos del planeta, sino también por los contornos psíquicos y espirituales que conforman la condición humana. Como explica el autor, las fronteras, "esas líneas con las que tratamos de marcar lo que consideramos nuestro (...), siguen siendo las principales causantes de las guerras". ya que siempre estamos buscando defenderlas o intentando ampliarlas, cuando no creando otras nuevas, bien sean ideológicas, religiosas, políticas o étnicas... Pero de todas las fronteras, David Jiménez cita al escritor ruso Solzhenitsin, autor de Archipiélago Gulag, para referirse a la única que permanece invariable a través de las épocas y que es aquella "que separa el bien del mal en la condición humana y que no pasa a través de los Estados, ni de las clases sociales, ni tampoco entre los partidos políticos o las ideologías, sino directamente a través de cada corazón humano".
Así, el libro nos lleva también a estos parajes del alma humana, tales como la "jungla blanca" que crece en la isla de Papúa con sus distritos milimétricamente americanos y sus campos de golf, que sirven de refugio y barrera de contención mental a una población venida de América y occidente que no duda en expoliar el mayor yacimiento de oro del mundo de la montaña Grasberg, sin miramientos para con las tribus vírgenes que viven en la isla. O el sobrecogedor relato de los pederastas más peligrosos que cumplen condena en una prisión camboyana, muchos de ellos también occidentales que durante unos meses solían dejar sus ocupaciones y civilizadas vidas para abusar de los menores del país asiático. Y uno de los que más me han gustado: el fotógrafo de los muertos, que cuenta la vida de Nhem, quien fue reclutado con dieciséis años por los jemeres rojos durante el genocidio de Camoboya para que fotografiara a los reclusos del campo de exterminio S-21 y documentase así su último gesto de miedo o resignación antes de ser ejecutado. ¿Los delitos? Llevar gafas, haber estudiado una carrera o saber idiomas... Muchos de los condenados le preguntaban que les iba a pasar, a lo que Nhem respondía (mintiendo) que él no sabía nada, que él sólo era el fotógrafo.
Pero afortunadamente, no todos los retratos de la condición humana enfrentada a sus peores pesadillas afronta un saldo tan devastador. Tal es el caso de las temibles mujeres del escuadrón femenino del Viet Cong, entre ellas la aguerrida Vo Thi Mo, quien habiendo emboscado a tres soldados americanos en la jungla y teniéndolos en el punto de mira para dispararlos, los vio compartiendo fotos y cartas de sus familias y llorando. Y no pudo hacerlo. De pronto había descubierto que el "Enemigo" eran personas como ella. Y desde luego, la historia de ese "rebelde desconocido" que se volvió internacionalmente famoso al ser grabado y fotografiado de pie frente a una columna de tanques durante la revuelta de la Plaza de Tiananmen de 1989 en la República Popular China.
"No sabemos su nombre. No hemos visto su rostro. Tampoco hemos escuchado su voz. Lo que sí sabemos: durante tres minutos se enfrentó, desarmado y sin ayuda, a una columna de tanques chicos, dejando para la historia la imagen que desde entonces ha inspirado las ansias de libertad de pueblos de todo el mundo. Si alguien me preguntara por la exclusiva que querría escribir antes de que me jubilen, sería la suya. Encontrar el rebelde desconocido y preguntarle: ¿qué te hizo pensar que podrías parar el mayor ejército del mundo, tú solo?" (...)
"Tanques contra personas - respondería tal vez - Parece un enfrentamiento desigual y lo es. Siempre terminan ganando las personas, aunque a veces lleve mucho tiempo darse cuenta".