Hace tiempo, conocí a Gabriel, un tipo que frecuentaba El Capri los sábados a deshoras. Después de hablar, largo y tendido, de Rajoy y de otras frivolidades, me confesó que había sido cura en las tripas de Alicante. Hoy, tras conocer la "cumbre de los obispos", me he acordado de él. Y me he acordado de él, queridísimos ateos, porque desde aquella conversación tuve repugnancia hacia los curas. Aparte de creer en el ahora, de importarme un bledo si hay vida más allá del cementerio, no comulgo con dictámenes de la Iglesia. Pienso que la institución del medievo, necesita un tratamiento de belleza. Un lavado de cara para aflore, de una vez por todas, el polvo que se esconde debajo de sus alfombras. Polvo en forma de curas salidos, de doble moral y de alcobas clandestinas. Hace falta que la Iglesia no haga demagogía con el sexto mandamiento.
Un informe dice que 100.000 niños en el mundo han sufrido abusos por parte de los curas. Y otro, que el Vaticano recibe 600 denuncias al año procedentes de abusos a menores. Ante este panorama, desolador, es importante que los gobiernos tomen cartas en el asunto. No es digno que ante tales atrocidades, la Iglesia sea merecedora de una casilla en la Declaración de la Renta. Mientras la Iglesia siga pecando, mientras siga cometiendo "actos impuros", no es ético que los curas traten con los niños. No es ético que una institución, con pederastas en su seno, siga organizando campamentos juveniles, impartiendo catequesis y adiestrando a monaguillos. Y no lo es, porque con los datos sobre el tapete, muchos curas han demostrado que son débiles ante "los pecados de la carne". Es necesario que se grite "basta ya" a tanta hipocresía. Hacen falta que la "tolerancia cero", anunciada por Bergoglio, se haga realidad en el seno de la Iglesia.
Aparte de las medidas citadas por Francisco, sería ejemplar que se hicieran unos juicios públicos contra aquellos curas, con nombre y apellidos, que han sido ocultados por el clero. Juicios, como les digo, como los que se hicieron en Nuremberg para condenar a quienes, por capricho hitleriano, asesinaron a miles de judíos. Tales juicios servirían para que las supuestas manchas de las sotanas fueran exhibidas ante millones de cristianos. Manchas de flujos seminales, de comentarios obscenos, de silencios pagados, y de tocamientos oscuros. El perdón a las víctimas se convierte en condición necesaria pero no suficiente. Las penitencias deberían ir más allá de los Padrenuestros, Aves María y Salves acostumbrados. La Iglesia debería resarcir el daño, causado a las víctimas, por medio de indemnizaciones económicas y penas a los curas. Solo así, con sanciones ejemplares, se frenaría esta lacra de curas desviados. Curas que, tras los escándalos de pederastia, dejan a la altura del betún la credibilidad del celibato.