Única película filmada por Josef von Sternberg entre 1930 y 1935 sin Marlene Dietrich como protagonista, despachada desde su estreno - en primer lugar por Theodore Dreiser, autor de la novela en que se basa el film - como un feo borrón en su expediente, oscurecida luego por la famosa versión de George Stevens en 1951 - imagino que poco podrá hacer al respecto la que dirigió Lino Brocka en 1980 -, "An American tragedy" casi forma buena dupla con "A woman of the sea", la película de su carrera a la que se puede decir que aguardaba un destino aún más infausto: no ver la luz siquiera.
Para cualquiera que se fijó en Sternberg desde su impresionante debut, "The salvation hunters" y que hubiese admirado igualmente "The docks of New York", poca sorpresa pudo caber sin embargo cuando apareció esta nueva "flor en la basura", otra vez tan sobria, elíptica y recta con lo fácil que resultaba para sus protagonsitas caer en justificaciones y culpas ajenas, una película incluso de mayor alcance que las anteriores penetrando en la intrahistoria de ese país que lo había adoptado y reconocido como cineasta.
El aspecto moral de todas ellas, su "combate" contra lo que muestran, precisamente eligiendo "las mismas armas" y despojándose por tanto de cualquier elemento que deformara la puesta en escena, no es ni distinto ni menos elaborado que aquel que brilló en toda la serie de películas con su actriz fetiche, que muy llamativamente acabará sacrificándose, entregándose, cambiando, olvidándose incluso de sí misma y dándole con ello un sentido último muy poco esperable - surgía de lo más privado - a personajes tan cuidadosamente construidos como los suyos para separarse de los demás, para tener dominio sobre cuanto les afectaba, para conquistar un hito, para "triunfar".
Decir que el cine de Sternberg vale sobre todo por esa ética no es decir mucho, pero estoy seguro que me importa y emociona sobre todo por haberse atrevido a no perderla nunca de vista.
"An American tragedy" dedica una parte muy importante de su metraje a inspeccionar qué tiene que decir la sociedad sobre lo que antes hemos visto registrado con la más escrupulosa neutralidad, una historia que desde el principio se nos advirtió - con un cartel - estaba dedicada a quienes tratan de hacer un mundo mejor para los jóvenes como este gris Clyde Griffiths (Phillips Holmes, cándido y desubicado como un amateur, pero moldeable para que pareciese determinado, capaz de todo, por manos tan hábiles como las de Sternberg o las de Ernst Lubitsch en su extraordinaria "Broken lullaby"), uno de tantos chicos que fácilmente caían en problemas y creaban otros mayores sin ser particularmente productos "defectuosos" ni paradigmas de los males de su tiempo.
En este sentido, el film viene a ser algo así como el antagonista perfecto de "Scarface" de Hawks, que toma tan exactamente las opciones opuestas a "An American tragedy" que no puede ser otra cosa que una comedia.
"An American tragedy" prescinde del humor, de la velocidad, de la música o el melodrama tendentes a buscar las simpatías del público, difumina los contextos incluso (es Nueva York bastante antes del crack del 29, pero podría ser perfectamente la deprimida ciudad que quedaría después) y dibuja una serie de estampas de una expresividad asombrosa a pesar de su desnudez que es difícil entender cómo es posible que no se cuenten entre las mayores hazañas de su creador.
Muy pocas películas de esta etapa en que el cine silente vira hacia el sonoro tienen una acumulación de recursos "conceptuales" tan lúcidos, hasta el extremo de que puede parecer que esta tesitura tantas veces señalada como traumática, fuese la ideal para este arte.
En un solo plano, Sternberg es capaz de dar el ambiente y la "cantinela" que tantas veces encontraría el chico para haberse apartado de su familia (la madre, declamando altisonantemente la enésima plegaria a Dios para que lo cuide), un plano que ahorra introducciones y le permite a Sternberg arrancar el film con una escena pre-code inmersa ya en el primer (y definitivo si nada cambiase) "casillero" para Clyde, una escena que no predispone a su favor, como tal vez sí lo hubiese hecho cualquier dato acerca de sus orígenes.
Un modélico primer plano de Clyde alineado con otros botones del hotel, evitará en otro momento exponer con mayor detalle el golpe de suerte que le lleva a ser nombrado para un poco relevante cargo en la empresa de su rico tío. De uniforme, uno más entre muchos, se refuerza la idea de la casualidad, un elemento más importante que el destino para la película.
Y qué decir de la escena sin diálogos en que la pobre Roberta (Sylvia Sidney) accede - para no perderlo - a tener relaciones sexuales con él, dada con una nota que no leemos, una fatua mirada de él, una sonrisa nerviosa de ella y la muy llamativa ausencia por parte de Clyde de la frase en clave que acordaron utilizar para mostrarse afecto en público, que no pronuncia como haría otras veces en que el cortejo era aún inocente.
Cunde la sensación en esos y otros momentos privilegiados, de que Sternberg sólo necesita de la alquimia del gran fotógrafo Lee Garmes y del sonido cuidadosamente captado con el mayor realismo posible, para expresarse completamente. Ni trama ni casi actores le son realmente imprescindibles para perfeccionar su "vocabulario", que crece a pasos agigantados.
Y lo hace incluso en la extensa parte final - un tercio del film - con el procesamiento al protagonista, que además de poder funcionar autónomamente de lo narrado anteriormente (vale la pena hacer el experimento), se desarrolla, contra pronóstico - suelen ser episodios aburridos, procedimentales y estéticamente flácidos - con nuevos bríos, en una de las más gráficas demostraciones de que ni el perdón ni la justicia tienen gran cosa que enmendarle a la conciencia.
Sternberg hace numerosas elipsis sobre circunstancias importantes del juicio, sustituyéndolas por titulares de prensa o por breves escenas sobre sus prolegómenos o finales, pero significativamente se detiene para mirar con detalle otras teóricamente menos importantes o a menudo obviadas.
Filma la intervención del comisario de policía con toda su pereza tropical y un exabrupto de un asistente al proceso sin dejar que sea un inserto, explicitando sus consecuencias; decisiones que combinadas con la de mostrar brevemente la chapucera deliberación del jurado, proporcionan buenas pistas acerca de su concepto de la culpa y el perdón "sociales", que no pueden importarles y en los que no puede confiar menos, pues sólo sirven para mantener un orden, no para encontrar la verdad.
Del mismo modo, tampoco le interesan ni la ejecución final ni el asidero religioso de nuevo aportado por la madre, escamoteando la posibilidad de acceder a contentar el lógico impulso de los espectadores por abandonar la proyección habiendo "aislado" el caso de cuanto a ellos pueda alguna vez ocurrir.