Patrick Radden Keefe es columnista en The New Yorker y colabora asiduamente con otros muchos medios. También ha publicado diversos libros en los que plasma sus investigaciones periodísticas, pero nada hacía presagiar que en 2018 publicaría No digas nada (Reservoir Books, traducido por Ariel Font Prades), un viaje estremecedor por el conflicto del IRA, centrado principalmente en su evolución a partir de comienzos de los años setenta.
Según confiesa el propio autor, el inicio de su interés por este asunto le llegó al leer el obituario de Dolours Price, una joven norirlandesa que alcanzó notoriedad por haber sido condenada a prisión tras los atentados del IRA en Londres en 1973 y que comenzó una huelga de hambre que hizo más por la causa del IRA que cualquiera de sus atentados.
En concreto, el disparadero de su interés pareció centrarse en el papel que Dolours podría haber jugado en la desaparición de Jean McConville, una viuda de 38 años, madre de diez hijos. Estamos en diciembre de 1972 y el conflicto del Úlster ha estallado definitivamente. El ejército británico patrulla armado las calles y tan sólo en raras ocasiones se atreve a penetrar en los barrios católicos. Aquí, una conspiración de silencio parece unir a todos los vecinos para ocultar armas, fabricar coartadas o ingresar en las filas del IRA. Pero las fronteras no siempre son respetadas y los McConville se encuentran en la zona católica pese a que Jean solo adoptó esta fe a efectos formales y para casarse con su marido difunto y no causar escándalo en la familia de éste. Así que, perdida la protección del marido tras su fallecimiento, comienzan las miradas hoscas, los siseos al paso de la madre y su progenie, las pintadas a las puertas del edificio, Divis Place, un auténtico reducto del IRA. Pero la situación económica de la familia es tan precaria que no pueden plantearse la opción de una mudanza a un barrio menos hostil.
Hay quienes dicen que parece una soplona de los británicos, otros que simplemente no se ha posicionado claramente. Lo cierto es que en una guerra no se admite la escala de grises. Una noche, un grupo de hombres y mujeres se lleva a Jean dejando a sus hijos abandonados, con infinidad de incógnitas y gran confusión. Pasan los días y su madre no vuelve a casa. Pasan treinta años, llega un comienzo de paz con los acuerdos de Viernes Santo en 1998, pero Jean no aparece.
El conflicto ha traído mucha muerte, unos tres mil quinientos asesinatos entre 1969 y 1998, pero pocos son los casos de desapariciones, únicamente dieciséis. Normalmente, el terrorismo de cualquier bando y signo se enorgullece de sus crímenes, de ahí que las desapariciones en el Úlster son muy escasas y la labor del Gobierno Autónomo de Irlanda del Norte es tratar de que estos casos se aclaren, como parte de los acuerdos de paz, como forma de comenzar a cerrar heridas tantos años abiertas.
Pero no es fácil buscar a quién incriminar, más aún cuando estos hechos aún pueden ser juzgados. Así que los esfuerzos de los McConville se topan con una maraña de mentiras, afirmaciones poco fiables dado el tiempo transcurrido, incluso falsas acusaciones entre unos miembros del IRA que se muestran divididos entre el esfuerzo de paz o la creencia de que Gerry Adams les ha traicionado y que la lucha armada sigue siendo el último y único camino. Y aquí aparece por primera vez Adams, el artífice por la parte republicana de los acuerdos de Viernes Santo, un político que se desliga de la violencia, niega todo tipo de implicación en la misma, asegurando no haber pertenecido nunca al IRA.
Pero el cuerpo de Jean aparece en 2003 en una playa de Irlanda, después de varias tormentas que parecen haber removido la localización que, unos años antes, ya había sido excavada en busca de sus restos. Aparecida Jean solo queda averiguar quién ordenó su asesinato, ahora indubitado. Aunque muchas pistas y testimonios llevan a la firme creencia de que Dolours Price estuvo de alguna manera implicada, su fallecimiento en 2013 pone un punto y final a las investigaciones, al menos en apariencia.
Patrick Radden Keefe, tras la pista del caso McConville, se remonta a pocos años antes, a comienzos de siglo, cuando un grupo de investigadores heterodoxos, incluido un antiguo miembro del IRA, proponen a una institución norteamericana relacionada lejanamente con Irlanda, el Boston College, custodiar una serie de grabaciones de conversaciones con miembros del IRA y Unionistas bajo estrictas medidas de seguridad. En estas conversaciones, se recogen testimonios en la confianza de que los mismos no serían empleados en sede judicial y que tan solo saldrían a la luz cuando todos sus protagonistas hubieran fallecido.
Entre tanto, Brendan Hughes, correligionario de Adams en los comienzos de la lucha de los setenta, fallece, y en un testimonio póstumo, incrimina al líder del Sinn Féin en la desaparición y asesinato de McConville. Adams es arrestado y la existencia de las grabaciones del Boston College se filtra, creándose la expectativa de que en las mismas puede encontrarse la prueba definitiva. La Justicia Británica demanda a la institución académica la entrega de las grabaciones, en especial la de la conversación con Dolours Price.
Hasta aquí, el trabajo periodístico de Radden, una espléndida pieza de investigación y reconstrucción de unos hechos que tantos tienen interés en ocultar, o que, dado el tiempo transcurrido, han sido tergiversados y alcanzado ese nivel en el que ni sus propios protagonistas son capaces de separar verdad y mentira. Pero No digas Nada apenas sería un libro más de investigación si no alzara el vuelo y tomara el todo por la parte. Efectivamente, como tantas veces ocurre, un pequeño hecho, casi una anécdota para quienes no lo vivieron y padecieron en primera persona, sirve para iluminar un cuadro más amplio, más rico y generoso que, de otro modo, podría habernos quedado oculto. Radden traza un bosquejo general del conflicto norirlandés, sus vericuetos y miserias, sus puntos de horror y de heroísmo.
Las entrevistas a muchos de los protagonistas del conflicto, las consultas a las más variadas fuentes, y por encima de todo, la capacidad para adelantar hipótesis verosímiles y bien fundadas en un relato del que poco podrá ser aclarado de manera definitiva y cierta, forman un mosaico en el que se despliega todo el horror vivido durante los Troubles, los días inciertos en los que la vida para todo habitante del Úlster parecía suspendida en un tiempo irreal, fuera de todo sentido para los términos del resto de Europa.
El libro no llega a suscitar simpatía por ninguno de sus personajes, no se hace un esfuerzo por humanizarlos. Por el contrario, se retrata su crueldad y violencia sin tapujos, pero se les da un contexto y una hondura que sirve para explicar parte de las razones que envenenaron sus vidas. Por otro lado, la violencia que desataron dejó también sus huellas en lo más profundo de la conciencia de muchos de sus protagonistas, y Radden da cuenta de ello al narrar los últimos días de sus vidas, ya apartados de la lucha, apartados del tren de la historia.
Por extrañas e inexplicables razones, la violencia es percibida con más tolerancia cuanto más kilómetros nos separen del escenario del terror. Así, podemos creer que el terrorismo islamista tiene a Occidente por principal objetivo, cuando realmente, el número de fallecidos por estos atentados es mayoritariamente musulmán.
El autor nos narra una escena en la que Brendan Hughes hace una gira para recaudar dinero entre la importante población norteamericana de origen irlandés, en la que el IRA gozaba de gran simpatía. En una de esos actos, un rico empresario le ofreció a Hughes una importante cantidad de dinero y, de paso, una recomendación, que matasen a todos los que llevasen en su uniforme una corona, símbolo de los servidores del Reino Unido. Hughes, con sorna, le pregunta si eso significaba que el IRA debía dedicarse a matar carteros, por ejemplo, y ante la respuesta entusiasta del supuesto benefactor, le devolvió su dinero y le dio la espalda. Las soluciones siempre son fáciles cuando se ve el problema de lejos.
Así, este libro también nos interroga sobre nuestra propia historia. Irlanda del Norte tiene una población de casi dos millones de habitantes y su capital, Belfast 280.000 habitantes. La población del País Vasco es de 2.200.000 habitantes y la de Bilbao, de algo más de 300.000 habitantes. En ambos casos podemos imaginar e intercambiar fácilmente los paisajes verdes, húmedos, las neblinas y la importancia de la vida rural, del peso de la tradición y la historia.
Por desgracia, estos no son los únicos elementos comunes. El terrorismo ha golpeado duramente a ambas comunidades y ha llevado la muerte a otras zonas de sus respectivos países en un cruento proceso que, en el caso del Úlster, inicia su desescalada a raíz de los denominados acuerdos del Jueves Santo, y en el caso de España, con la declaración de cese definitivo de la actividad armada de ETA en octubre de 2011.
No digas nada añade, por tanto, un elemento adicional a cuantos vivimos los años en los que las interrupciones de los programas matinales de la radio o la televisión siempre tenían el mismo motivo, en los que las calles no siempre eran un lugar seguro o en el que las conversaciones que se debían evitar, formaban parte de una realidad que conviene no olvidar.
Subscribe