Es tarde en la noche y estoy tumbado en la cama de mi cuarto, en Montevideo. Tengo mejor semblante que hace una semana o al menos eso noté hace un rato cuando me miré al espejo.
Han transcurrido ya algunos días desde que me rechazaron la visa de trabajo para Nueva Zelanda y he pasado (afortunadamente con bastante rapidez debo decir) por las etapas típicas de un duelo: negación primero,depresión y frustración después y ahora… bueno, ahora supongo que estoy ya en el periodo de aceptación. O sea en la parte en la que buscas distraerte del dolor que sentís adentro. Igual de tanto en tanto, no me dejo de repetir que hay cosas peores y ese tipo de cosas motivacionales para intentar aliviarme un poco. A veces funciona.
De todas formas necesito hacer terapia y como amo materializar mis ideas y como ir con un psicólogo sale medio caro, sigo escribiendo. No obstante el solo acto de escribir no era una respuesta satisfactoria al ¿Y ahora qué? ya formulado en la anterior entrada de mi blog. Porque claro; todo bien con hacer catarsis escribiendo y eso, pero como tengo 33 años, estoy desempleado y necesito poder subsistir por mis propios medios, toca buscarse un laburo.
Asique resignado así como estoy a la idea de que hay que volver a empezar, al hecho de que me tengo que quedar en Uruguay por tiempo indefinido, me pongo a navegar por internet en mi casa, buscando trabajos en Montevideo, a eso de las 1 AM.
Voy metiendo scroll en la página que estoy visitando y voy mirando las distintas ofertas laborales que van apareciendo: vendedor, cajero, ayudante de depósito, auxiliar administrativo, reponedor, cadete, guardia de seguridad, telefonista de call center…puff. La lista se extiende y se extiende y estoy un rato aplicando a de todo un poco. A algunos pocos con un dejo de interés, a los demás directamente de mala gana.
El reloj marca pasadas las 2 AM cuando abandono la búsqueda debido al cansancio. Apago la luz e intento dormir. Por supuesto no puedo hacerlo enseguida; normalmente me cuesta dormirme y ahora con más razón. Me quedo meditativo en la oscuridad de mi cuarto y tras unos momentos ante aquella quietud inevitablemente comienzan a aparecer en mi memoria fragmentos de las lejanas tierras que tanto añoro. Visualizo la tranquilidad de Te Anau, la belleza de su lago y sus montañas. Visualizo Queenstown y su pequeña bahía enfrente al río, siempre tan llena de viajeros y gaviotas. Visualizo Mount Cook envuelto en la bruma, aguardando majestuoso al final de la ruta. Visualizo la paz de Punakaiki y sus surrealistas islotes en sus desiertas playas.
Visualizo estos sitios con tanta precisión que es casi como si volviera a estar allí. Y pienso en lo bonito que es tener recuerdos como aquellos a los que poder acudir. Porque tanto como a los humanos nos gusta buscarle un sentido a las cosas, también nos gusta refugiarnos en el pasado (siempre que hayan cosas bonitas que recordar, claro). Muchas veces necesitamos hacer esto para poder tomar el impulso necesario para continuar hacia adelante. Y pues como justo eso es lo que necesito ahora, me digo a mi mismo que está bien hacerlo, siempre y cuando no quede atrapado en la cárcel de mi memoria, atascado en el pasado.
Y entonces pienso en una charla que tuve hace unos días atrás con Lea,un amigo mio, en donde hablamos sobre algo que venía muy a cuento con mi sentir actual.
-¿Qué sentís que te deja este paso por Uruguay? – me preguntó.
En ese momento, yo aún no había recibido la noticia del rechazo de mi visa de trabajo en Nueva Zelanda y percibía a mi actual paso por Uruguay como lo venía percibiendo desde que había llegado unos meses atrás desde las lejanas tierras kiwis: unas largas vacaciones, un paréntesis entre dos experiencias totalmente distintas en Nueva Zelanda. La experiencia que ya había tenido con la working holiday visa y la experiencia que creía me esperaba en el futuro inmediato con una visa de trabajo.
Titubee un poco a la hora de responderle, ya que la pregunta era muy buena y me había tomado por sorpresa. No supe bien qué decir pero mi amigo puso en palabras lo que a mi no me salía, haciendome otra pregunta.
– Te sirvió un poco para desromantizar el Uruguay, ¿no?
Y le dije que sí.
Todo aquel que ha estado lejos de casa durante un tiempo, lo sabe: en la distancia uno tiende a engrandecer las cosas, a idealizarlas. Nos empeñamos siempre en recordar lo bueno. Pero después volves al mundo que dejaste atrás y te cae la ficha: la realidad no se ajusta a la proyección que tenías en tu cabeza. De alguna forma sentis todo distinto; las personas, los lugares. Quizás sea el tiempo que pasó o simplemente que uno vuelve sintiéndose diferente.
– “Pero no hay remedio” – pienso: – “ Nos encanta romantizar nuestro pasado” .
Y entonces me pregunto: ¿No estaré cayendo en la misma trampa ahora? ¿No idealizaré de ahora en más hasta el hartazgo mi experiencia en Nueva Zelanda? Y me respondo que no. No mientras la recuerde con sus luces y sus sombras. No mientras escriba sobre ello antes de que el tiempo termine alterando por completo el recuerdo.
Finalmente me empieza a dar sueño y cierro los ojos. Y justo antes de dormirme, decido que aprovechare este difícil momento de mi vida para hacer lo que he venido postergando desde hace tiempo: escribir sobre mis viajes. Después de todo, ahora mismo la única forma de viajar que tengo es a través de los ecos de mi memoria.
“No entres dócilmente en esa buena noche; que al final del día debería la vejez arder y delirar. Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz”, me dice Dylan Thomas entre sueños.
Son casi las 3 AM y me duermo. Mañana será otro día.