Revista Educación

No era el sitio, ni el momento

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Buscaba el lugar. Jauja. El jardín de su Edén particular. Aquel que había imaginado cuando el médico finlandés lo ponía a meditar en la camilla, con las manos cruzadas sobre el estómago y los ojos cerrados. La música rondándole como un mantra. Un espacio parecido a una cueva en una playa, en la que hacía calor pero no demasiado, en la que la arena era fina y el agua llegaba como espuma mansa, lejos de donde rompían las olas. El aire cargado de sodio y de iodo. El sol calentaba pero sin llegar a molestar y la brisa refrescaba sin llegar a enfriar. Ese era el sitio que había imaginado para llegar al final de sus días y sus horas. Sentado allí esperaría la muerte. Y así sería placentera. Y lo buscaba.

Estaba claro, clarísimo que el diseño del paisaje era el correcto. Que incluso lo había visualizado ya en algún sueño atormentado, contaminado por estupefacientes o no. Que le era conocido de repasarlo una y otra vez en su cabeza. Pero que en la realidad era un lugar ignoto, desconocido, inexplorado, inencontrado. Durante tantos años estaba buscando ese lugar, y bien que algunas otras cosas que anhelaba o imaginaba las había ido hallando (aquel paisaje en Oporto, el ruido de las alas de los buitres en las hoces del río Duratón, la brisa y las nubes del Sacre Coeur, el olor del pan de leche de su infancia, recuperado en una esquina de aquel pueblito soriano, el tacto del cuchillo lapero, años después al abrir un cajón…) pero ese lugar aún no había aparecido.

Se preguntó si debía parar esa búsqueda, porque dedujo que cuando localizara el punto exacto ya no le quedaría más que un momento, un segundo, una centésima, para disfrutarlo. Y su respuesta no fue un ni un sí ni un no. Los gritos despavoridos de la gente, los puestos de la calle cayéndose en estruendo, el pánico desbordado y la furgoneta a toda velocidad sobre la acera lo hicieron perder de vista, inmediatamente, su lugar; el paisaje imaginario tantas veces visualizado se le borró como una evanescente imagen de humo.

El coche pasó a dos centímetros de sus piernas. Todo aquel escenario tranquilo y sosegado que había mascado en su paseo se esfumó -quedaba ante sus ojos un dantesco campo de batalla- porque aún le quedaba mucha miseria por vivir.

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