El año nuevo ha venido con una noticia triste para la city. Una pérdida más que se une a las de los últimos años. Cierra Cervantes. Sin más. Porque todo el mundo en la city y buena parte de la provincia sabe qué es Cervantes y qué representa. Sin necesidad de añadir ‘librería’ a la frase. Sí, cierra la librería Cervantes. Esa que era la meca, el paraíso y la locura de los que, como yo, nos criamos en pueblos. Y eso que, nota al margen, en mi caso no podía tener queja porque mi pueblito siempre estuvo bien surtido gracias a dos librerías también míticas y con solera que aún existen y, sobre todo, gracias a la biblioteca, que los dioses nos protejan muchos años.
Pero Cervantes era especial. Era el lugar donde tenían TODO. Si no lo tienen en Cervantes es que no existe, era la frase más repetida. Donde íbamos a comprar cualquier cosa por decir que lo habíamos comprado allí. Donde nos llevaban de pequeños como quien va a un museo. Donde pasábamos horas y horas, ya mayores, rebuscando en las estanterías. Cervantes es patrimonio de nuestra memoria sentimental y cultural, enraizada con esas características que se quieren vender siempre sobre la city. Noble, culta, docta. Pero también crisol de ideas. Cuna de libertades. Refugio de libros y escritores.
Pero la realidad es que Cervantes no cierra sólo porque ya no compremos libros o porque seamos cada vez más incultos (que puede que también). La realidad es que Cervantes es un negocio que no se ha preocupado nunca de actualizarse, de adaptarse a los nuevos tiempos. En 2016 no se puede dirigir una librería como se hacía en 1980. Y todos los que hemos pasado por allí recientemente sabemos que esta es una muerte anunciada y previsible. ¿Es triste? Puede. Pero también es triste no querer ver lo irremediable y, encima, no asumir culpas.
No sé si ha sido así por dejadez o por orgullo de los propietarios. Dejadez porque los herederos, en realidad, querían cerrar sí o sí y para qué preocuparse entonces de tener una web acorde con la empresa-institución que poseían, para qué entrar en el negocio de la edición digital, para qué diversificar la oferta de la tienda física -reformándola ad hoc-, incluyendo actividades como cuentacuentos o presentaciones de libros. Para qué ir más allá de los best-sellers. Para qué abrir la oferta a otros públicos. Para qué si esto no tiene remedio, y no vamos a invertir un dineral en arreglarlo. Déjalo que se hunda.
U orgullo porque somos LA Cervantes y no necesitamos nada de eso. Nosotros nos mantenemos con el nombre, que es mucho y todas esas cosas son modernidades que nada tienen que ver con el negocio clásico de las librerías.
En fin.
Intuyo que las razonas finales han estado en una mezcla de las dos cosas. Conozco de oídas, como todos los de aquí, a la familia propietaria. No se puede decir que desconozcan cómo funciona ahora el mercado del libro. Y en la misma city y muy cerca de la Cervantes hay ejemplos recientes de librerías del siglo XXI que, al menos eso parece, funcionan bien. Organizan actividades, se mueven en redes sociales y ofertan libros que no salen en las listas de los más vendidos. La Cervantes nunca hizo eso. Poco a poco se convirtió en un cementerio de elefantes, en el que no tenían nada que se saliera de lo básico, sobre todo desde que cerraron la tienda más moderna. Al final terminó siendo un negocio viejo y poco rentable, con muchos empleados (que han cobrado siempre, hay que decirlo), en el que se hacía necesaria una profunda reforma, tanto estructural como de orientación. Y no hay ganas. Y hay un edificio muy céntrico que quedará estupendo de primark o similar.
Esta es la triste verdad. No es culpa nuestra. Ni de nadie más allá de aquellos que no han querido o podido ver la realidad. Y no se muere la cultura en la city. Quedan esas otras librerías, más pequeñas y modestas, que sí hacen las cosas bien.