Es un error creer que los quince musulmanes que arrojaron al mar esta semana a doce cristianos desde una patera en el Mediterráneo lo hicieron por “odio religioso”, como acusa la fiscalía italiana: es la religión.
No hay odio, “antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”, según definición de la Academia, sino la aplicación extrema a los infieles de los mandatos del Corán y los hadizes.
La obediencia a algunas órdenes divinas llega a crueldades infinitas, como narra el libro del Génesis, 22: Dios le pide a Abraham que le demuestre su fe sacrificando como a un cordero a su único hijo, Isaac.
Tras comprobar que Abraham lo hará, Dios evita el sacrificio, pero su mensaje sigue vivo simbólica y anualmente con matanzas masivas de corderos en el islam.
El judaísmo no practica sacrificios así, y el cristianismo se libra de ellos desde el principio, puesto que el sacrificado fue Jesús.
Los ataques terroristas a las Torres Gemelas, a los trenes de Madrid, a revistas satíricas o masas de personas, o los secuestros y violaciones, especialmente de mujeres objeto sexual en cualquier lugar no son por “odio religioso”, sino por aplicación estricta de una interpretación salafista, primigenia, del islam.
Alá permite y en ocasiones ordena matar infieles. Le da un valor económico a la vida humana, regula la de la mujer, y puede declararla esclava aún hoy como botín de guerra.
No es odio lo que llevó a arrojar por la borda a los inmigrantes cristianos --y no es la primera vez, sino un acto cada día más frecuente en las pateras--, sino la religión.
La aplicación de unas creencias que entran para refugiarse en Europa, donde se cree que poner la otra mejilla es humanismo racionalista y no cristianismo.
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SALAS