Como cada mañana me permito recorrer andando las cuatro calles que separan el parking de la oficina, con parada obligatoria en una pequeña cafetería situada en un callejón a cincuenta metros de una de las esquinas de una de las manzanas. No es grande, no es moderna, carece de artificios, pero es la mía desde hace años. Eduardo me servirá dos cafés con leche caliente y sacarina en vaso en el lapso de quince minutos entre uno y otro mientras leo aceleradamente los titulares de las noticias económicas de algún diario salmón, reviso las ocho cuentas de correo y hago tres o cuatro llamadas de no más de treinta segundos indicando a mis interlocutores, sin derecho a réplica, lo que quiero de ellos para este día. Luego pasaré por delante de la zapatería de la chica de la eterna sonrisa y los ojos brillantes. Como cada mañana cruzamos una rápida y furtiva mirada. Se ha cortado el pelo al uno y se lo ha teñido de rubio. Viste una camiseta de tirantes rota con referencia a algún grupo punk y algo parecido a unos pantalones, aunque por la extraña forma de los mismos tampoco me atrevería a afirmar que son tal prenda. Debe tener unos diez años menos que yo,… No, no es para mí.
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No falla, preciso como un reloj. Nueve y treinta de la mañana. Cruza por delante de la cristalera del escaparate y hago con que no le miro, al igual que él, pero nos miramos, como cada día. No es muy alto, no es muy guapo ni demasiado atlético. Siempre trajeado y encorbatado. El pelo largo le queda fatal. Cambiaría si se lo cortase y se dejase barba de tres días. Es mayor que yo, eso sin duda. A veces fantaseo con imaginarme cuál debe ser su vida. Tiene que ser el típico que tiene la vida resuelta, el de mujer en el gimnasio y empleada cuidando niños mientras él se ocupa de cosas más importantes… No, no es para mí.
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Ya ha sido casualidad. Nunca había coincidido con ella en la cafetería pero es una habitual de la misma a juzgar por la confianza y las risas que intercambia con Eduardo. Me mira con descaro y sonríe e intento discernir cuál de las dos cosas me gusta más. Sus gestos son delicados hasta podría decir que medidos. Intento no inmiscuirme en la conversación pero dada la escasa distancia me es imposible. Habla animadamente de arte, de música y de filosofía. Demasiado joven y demasiado vital… No, no. No es para mí.
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Hoy he adelantado una hora mi té con leche. Él estaba sentado en una mesa al fondo de la cafetería. Me ha reconocido, me ha mirado con sorpresa y se ha dibujado una sonrisa enorme en su cara. Se la he devuelto totalmente muerta de vergüenza. Es extraño cómo me siento. Es como si ya le conociera pero jamás he intercambiado una palabra con él. Muestra seguridad en sí mismo pero no teatraliza. Eduardo se ha dado cuenta de cómo nos hemos mirado y en un momento de indiscrección me ha confesado que está divorciado y que dedica su tiempo entre el trabajo y el cuidado de sus dos hijos. En cualquier otra situación me hubiese acercado a él y me hubiese presentado pero estoy realmente nerviosa. Es mayor, viene de una relación con hijos a su cargo y trabaja demasiado… No, no. No es para mí.
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Un camarero es como un psicólogo en prácticas. Un observador de personas, un confesor, un hombro en el que llorar y el mejor amigo durante el cuarto de hora que dura un café. Durante la semana suelen venir juntos y algunos fines de semana con los hijos de él. Creían que la distancia a la que estaban sus mundos era insalvable pero me bastó observar cómo se miraron la primera vez para estar absolutamente seguro de que sus mundos eran uno sólo y que irremediablemente el uno era para el otro.
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