Quien más, quien menos conocerá la historia de OJ Simspon: de estrella de la NFL a asesino múltiple. Ahora que se estrena la segunda temporada de American Crime Story (2017-) es un buen momento para resumir la primera: en 1994, Simpson fue acusado del asesinato de su ex mujer y un camarero angelino que se encontraba con ella; si nos ponemos simplistas, el ex jugador de fútbol americano se libró por ser negro, en un periodo donde las heridas infringidas durante los Disturbios de Los Ángeles de 1992 no habían cicatrizado. Pero había otra razón: Juice, apodo por el que le conocían los colegas, también era famoso: vivir en Brentwood y ser millonario obraron maravillas en una defensa difícil donde todo apuntaba, y sigue apuntando, al guilty.
No hace mucho tenía una conversación similar sobre Kevin Spacey, ¿y por qué no?, Woody Allen, y habrá más. Nacía de la necesaria separación entre la vida personal de un artista y su obra: dentro del proceso creativo, hay una batalla constante contra nuestros demonios —históricos, culturales, personales—, y esa guerra no está exenta de intimidad. Escribir, por ejemplo, es desnudar parte de nuestra propia alma, y asumir que otros pueden ver, y verán, al artista en la obra. Tras esto, hay una parte de pudor, y una parte de «me la suda»; fobias, filias y hasta parafilias son imprescindibles para alcanzar esa verdad que da corporeidad a cualquier texto.
Lo anterior, sin embargo, no es excusa para el mal. OJ Simpson no debería haber burlado al sistema por ser un deportista de élite, negro y famoso, y Kevin Spacey no puede salirse de rositas, si se confirman unos abusos sexuales, solo por ser un actor jodidamente bueno. ¿Tiene esto que afectar a su carrera como actor? Preguntémonos si nos afectaría a nosotros en nuestro trabajo, si se supiese que hemos abusado de un compañero, o de la secretaría, por encontrarnos en una situación de poder frente a él o ella. Aquí no estamos hablando de que Vladimir Nabokov vuelque su insatisfacción vital y su deseo por jovencitas en un libro, sino de que se las folle salvajemente, y que hasta lo haga sin su consentimiento. Son dos cosas muy distintas. Cuando intentamos ocultar, u ocultarnos, estos errores o delitos bajo el resplandor del artista, no solo estamos «quitándole hierro al asunto», sino que, además, convertimos al verdugo en víctima y perpetuamos esa idea de que un famoso no se rige por las mismas reglas que el resto de los mortales.