Revista África

No es solo la sequía

Por Jorge Luis Rodríguez González
La acción desastrosa de un clima despiadado no es suficiente para explicar la vulnerabilidad alimentaria en Somalia. Las políticas del FMI y el BM, el robo de los recursos naturales, y una economía no diversificada heredada del colonialismo, han sido un veneno mortífero
No es solo la sequíaEl hambre no es resultado de las sequías. En estos días, muchos medios de comunicación se han hecho eco de superficiales y mal intencionadas declaraciones de funcionarios de organismos internacionales, quienes para referirse a ese flagelo que tanto está golpeando a Somalia y a otros países del Cuerno de África, culpan a la Naturaleza, que en los últimos años se ha encaprichado en ser dura con pueblos que históricamente han dependido de la agricultura y la ganadería.
Sin embargo, estas versiones son insuficientes para explicar el drama cotidiano de 12,4 millones de personas en lo que ya hoy se conoce como el Triángulo de la Muerte (Somalia, Etiopía, Kenya) que sufren una severa escasez de alimentos y necesitan desesperadamente, para sobrevivir, una ayuda que, como siempre, es insuficiente y tarda en llegar.
¿Cómo sostener que la mayor culpa recae en un clima duro y seco cuando en el mundo se produce comida para 12 000 millones de personas, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), y en el planeta habitan 7 000 millones? El problema no es de escasez de alimentos, sino de distribución; de la especulación y del acaparamiento de las tierras. Las grandes empresas o fondos de inversión extranjeros las compran para producir granos que se destinan a los mercados internacionales, donde los precios andan por los cielos gracias a la especulación con los alimentos.
La población somalí no escapa al fenómeno, agravado por problemas políticos como el hecho de que hace 21 años en su país no existe un Gobierno central.
Además de estos factores, se imbrican otros que junto a la actual sequía, la mayor en 60 años, conforman una mezcla lo suficientemente mortífera: una economía vulnerable y no diversificada heredada del colonialismo, la dependencia de la ayuda externa y el resultado desastroso de la aplicación de los programas de ajuste estructural del Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI).
El zarpazo neoliberal
Luego de su independencia en 1960, aún quedaban rezagos del colonialismo que dislocaron la economía tradicional de Somalia, basada en el intercambio entre los agricultores de los valles fértiles del sur con las tribus pastoriles que ocupaban las partes más secas del territorio. Una vez rota esta forma de relación, los somalíes dependían totalmente de la administración colonial.
No obstante, a partir de los años 60 del pasado siglo, esa nación alcanzó indicadores económicos y sociales añorados hoy por ese pueblo, que llegó a tener sanidad y enseñanza aceptables, mientras el desarrollo de la agricultura y la ganadería lo convertían en autosuficiente para alimentar a su población, a pesar de la recurrente ausencia de las lluvias.
En ese momento, Somalia contaba con el respaldo de la antigua URSS; pero luego de que sus autoridades de entonces decidieran atacar Etiopía para anexarse la región del Ogadén, la mediación soviética logró un acuerdo de paz que no fue respetado por Mogadiscio, y el país se alió a Estados Unidos. A partir de entonces comenzaron los problemas. Con ese viraje, el Estado somalí abrió las puertas de la nación al BM y el FMI con sus recetas neoliberales, presentadas como el boleto al desarrollo y la prosperidad y que resultaron, como en todos los demás países en los que se aplicaron, un total fracaso, y condujeron a una dependencia completa de esos organismos financieros internacionales.
El amplio paquete dictado por el Fondo y el Banco Mundial incluía las fuertes devaluaciones de la moneda nacional que engrosaron hasta niveles asfixiantes las deudas contraídas; la reducción del gasto sanitario en un 78 por ciento desde 1975 a 1989; el de educación, de 82 dólares anuales por niño a apenas dos dólares en 1986. Sin embargo, los gastos militares alcanzaron los 200 millones de dólares en la década de los 80.
La entrada masiva de productos subvencionados de multinacionales agroindustriales norteamericanas y europeas, hizo desleal competencia a los campesinos de Somalia. Así, la imposición de la importación de alimentos resultó funesta para la agricultura y la ganadería, base de la subsistencia del pueblo somalí. Ello, además del fomento de la política de monocultivos para la exportación, forzó paulatinamente el abandono del campo.
Estas acciones, junto a las privatizaciones y medidas de liberalización financiera, también impulsadas por el FMI y el BM, dispararon la deuda de poco más de mil millones de dólares en 1981 a 2 300 millones en 1990.
En la actualidad, el monto es de 3 000 millones de dólares (más del 300 por ciento en relación a su PIB) y podría ser mayor, de no ser porque una vez que colapsó el Estado, las entidades financieras occidentales dejaron de prestarle dinero sabedoras de las dificultades para recuperarlo en un país donde no existe siquiera un banco central.
Según la Campaña Quién debe a Quién, en estos años el aumento de la deuda externa somalí se debió principalmente a intereses por impagos que se acumulan a la deuda pendiente (incluyendo la principal y los intereses por créditos). Desde 1991, el Gobierno de Somalia solo ha realizado un pago de servicio de deuda en 1996 (2,7 millones de dólares) por lo que, de facto, se trata de un Estado en suspensión de pagos.
La destrucción de la economía y la caída de los indicadores sociales constituyeron la base de la guerra en ese país a partir de 1991, y de la desintegración de la sociedad y del Estado.
Luego de varios años en los que se disparaban las cifras de los cientos de miles de afectados por la hambruna y enfermedades como la malaria, la acción de las organizaciones internacionales ha sido muy criticada, no solo por su respuesta ineficiente. Después de los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos y la consiguiente «clasificación» de Somalia como «nido de terroristas» según la potencia norteamericana, muchas organizaciones no gubernamentales abandonaron el país.
El 2006 prometía ser un año de recuperación después de los estragos de la guerra y la pérdida de muchos cultivos por la sequía. Sin embargo, el Programa Mundial de Alimentos (PMA) comenzó a distribuir toda la ayuda de años, justo cuando los campesinos somalíes llevaban sus cosechas a los mercados locales, por lo que les resultó casi imposible vender sus granos y tuvieron que enfrentarse a un gran desastre. Lo mismo ocurrio un año después, contribuyendo al desestímulo de la agricutura, bastante golpeada ya por las políticas neoliberales.
Los mares robados
En este complejo escenario heredado del colonialismo y las políticas draconianas de los países ricos, Somalia tampoco puede contar con los ingresos que recibía de la pesca antes de 1991. Las grandes flotas del Primer Mundo han aprovechado la inexistencia de un Estado para saquear los grandes bancos pesqueros somalíes. Solo en 2005, más de 800 pesqueros operaban allí. El robo de la riqueza piscícola está valorado en los 450 millones de dólares anuales.
Ahora, ese saqueo es protegido por barcos de guerra de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y de las principales potencias que justifican su presencia allí con el auge de la piratería. Sin embargo, este también es un fenómeno que se ha disparado en 21 años de lo que se ha dado en llamar Estado fallido; pues muchos de los primeros corsarios modernos fueron pescadores que protegían sus mares, luego que la ONU no escuchó sus denuncias al respecto.
También, a partir de los años 90 del siglo pasado, buques europeos comenzaron a utilizar los mares somalíes como un basurero de desechos. El tsunami de 2004 que golpeó el sureste asiático trajo a las costas la prueba de ello: residuos nucleares y sustancias pesadas como uranio, plomo, cadmio y mercurio. El saldo de la irresponsabilidad de las compañías europeas, principalmente de la mafia italiana muy vinculada al negocio del traslado de esos desechos, no solo fue poner en peligro la fauna de los mares somalíes, sino la muerte de más de 300 personas y 5 000 desplazados. Muchos sufrieron agudas infecciones en las vías respiratorias, hemorragias intestinales y reacciones químicas atípicas en la piel. También nacieron niños malformados.
En este caso, como en el del robo de los recursos pesqueros, el pueblo somalí no tuvo otra respuesta por parte de la comunidad internacional que no fuera la militarización de sus costas y del Golfo de Adén, para poner a resguardo a las transnacionales expoliadoras de sus países, las cuales continúan saqueando el mar somalí al tiempo que se aseguran una de las principales rutas de transporte del petróleo.
Viejas señales, pero no escuchadas
•Noviembre de 1998: 700 000 somalíes afectados por la hambruna, según el PMA. La epidemia de malaria y diarreas hemorrágicas que se desató luego de fuertes inundaciones dejó unos 1 500 muertos.
•2001: 300 000 personas, en el sur, en riesgo de hambruna.
•Septiembre de 2004: La falta de comida llega a afectar al millón de personas. Se necesitan 119 millones de dólares para paliar su hambre, pero la ONU dispone de solo 35 millones.
•2007: La tasa de malnutrición estaba en el 17 por ciento, apenas a dos puntos de lo que se considera como catástrofe humanitaria; la quinta parte de los menores de cinco años sufrían ese flagelo en diez regiones del país.
•Mayo de 2008: Según la FAO, 2,6 millones de personas (35 por ciento de la población) necesitan ayuda.
•2009: 200 000 niños desnutridos, 60 000 de ellos en peligro de muerte.
•Marzo de 2010: el 40 por ciento de la población depende de la ayuda humanitaria.
•2011: 3,7 millones de personas, cerca de la mitad de la población, necesitan asistencia para sobrevivir. 640 000 niños se encuentran desnutridos y 140 000 niños enfrentan una muerte inminente, según UNICEF.
Sin embargo, de 1 060 millones de dólares que se necesitan para Somalia, solo se han recibido unas pocas donaciones y promesas de ayuda que apenas frisan los 429 millones.
*Foto: AP

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