Revista Cultura y Ocio
No existe una partícula física común a toda realidad física ni un principio físico común a toda interacción física. La unidad del universo sólo puede sostenerse metafísicamente, ya sea mediante la estructura matemática subyacente a la realidad, ya mediante su causa primera.
Supóngase que se concede que la estructura matemática del universo es su realidad fundamental. Si se afirma que también es su causa primera, se dará a los números el poder infinito de crear algo de la nada o de mover los cuerpos por toda la eternidad. Y si se niega que aquéllos sean causa de todo cuanto existe, no postulándose ninguna otra causa en su lugar, será forzoso concluir que el universo es causa de sí mismo, por lo que en modo alguno resultará ser cierto que los números sean su fundamento, ya que nada puede fundamentar aquello que posee una existencia necesaria.
En consecuencia, la tesis panteísta y la pitagórica son incompatibles: si el número es fundamento de la realidad, la realidad no es fundamento de sí misma; y si la realidad es fundamento de sí misma, el número no es fundamento de la realidad. La primera alternativa, una vez hemos excluido conferir a los números un poder infinito, nos conduce a Dios; la segunda al caos y a la desmesura de un universo anumérico. Luego, si no hay Dios, hay caos; y si no hay caos, hay Dios.
No hallamos nada fuera de las matemáticas que explique la realidad, en tanto no hay explicación posible que no recurra a la igualdad y a la semejanza, las cuales dependen del número. Si todo es siempre distinto y el discurso es infinitamente líquido, sin que la razón coagule en ningún punto, no habrá afirmación o negación, mayor o menor, y todo será absolutamente ininteligible para cualquier inteligencia. En tal escenario la inteligencia no sólo no podrá inteligir, sino que ni siquiera podrá llegar a ser. Por tanto, dándose la inteligencia y lo inteligido, se da el número como fundamento de la realidad y no se da la realidad como fundamento de sí misma.
Con todo, el número es incapaz de educir la realidad de la nada o causar el movimiento en una realidad preexistente. Pues, si el número obrase por sí solo, obraría sin orden, toda vez que no hay motivo intrínseco para preferir un número a otro. Por tanto, dándose el orden, se da un obrar numérico no atribuible al número, que es el instrumento del obrar, ni a la realidad, que es su fin. Este obrar debe atribuirse a Dios.