Revista Cultura y Ocio
Filmada con un presupuesto de apenas dos mil dólares, en la eterna gran depresión de los puebluchos (de Montana), con la vida yéndose por el retrete de la televisión de madrugada, poca gracia tienen las imágenes de "Last chants for a slow dance", pariente lisiado, solitario y de sangre fría de aquella jocosa "Rancho Deluxe" de Frank Perry, éxito redneck de dos años antes.
Una de las seis únicas obras en que intervino el actor Tom Blair y tercer largo dirigido por Jon Jost - que iniciaba una muy rara trilogía de films con dicho actor, que tuvo su culminación trece y dieciséis años más tarde -, "Last chants..." captura a ritmo de country adormecido toda la podredumbre vagabunda que alimentaba los discos de las bandas de rock más agresivas y autodestructivas de la historia.
Quizá si alguna de ellas sonaran en la banda sonora, el film sería un clásico.
Con una decena de las escenas más sedadamente violentas que se hayan rodado, Jost manda al infierno a este pedazo de escoria llamado Tom Bates, finalmente un asesino con la mandíbula desencajada tras haber ido matando antes a su orgullo, a su relación matrimonial, a sus obligaciones como padre, a varios bourbon dobles y a la poca virtud del último ligue de motel que aún le rondaban molestamente mientras trataba de "escapar".
Ni siquiera un estudio de caracteres, menos aún un retrato colectivo de un momento (1977) tan malo como cualquier otro para los parias perdidos en el corazón de América, "Last chants for a slow dance" no rima con estribillos de ninguna clase.
Aquí no hay carisma, ni moral quebrantada, ni destino, ni futuro. Sólo víctimas.
Más cercana en realidad a "Elephant" de Alan Clarke que a "Detour" de Edgar G Ulmer, cualquier corto experimental o film anterior o posterior de Jost tienen más pretensiones que ella, que se beneficia de esa mirada glacial, a gusto en los rincones, que no cuaja con el melodrama ni la comedia, quizá desequilibrada e incomprensible, sin Dios ni tampoco un Diablo con paciencia para soportar sus canciones.