Es la persona más especial que conozco, la que mejor me hace sentir. No nos cuesta improvisar, cambiar de plan cuatro veces en diez minutos. Miramos en el mapa un lugar al que ir a tomar algo. No esperaba que viniese a buscarme.
De lejos, en realidad, me ha costado distinguirle, me ha recordado al novio de una amiga y no al mío. ¿Puede ser que yo misma salga de mi cuerpo cuando estoy con él? Cada vez veo más borroso, se me hinchan las rodillas por detrás.
Me encanta su pelo, me gusta verlo en verano. Está más rubio y más feliz. Yo ya me he tomado un par de cervezas, pero quedamos en un bar mexicano en la Rambla del Raval. La falda se me engancha con la rueda de la bici. Hace mucho calor, el sudor hace que la contaminación se me pegue a la piel, pero me gusta la sensación de humedad.
En el mexicano, hay mucha cola. Yo me quejo del calor porque no hay aire acondicionado. Él se queja de la mesa de la terraza, que está junto al contenedor de basura. De todos modos, una pareja de ingleses nos quita el sitio.
-No tiene buena pinta la comida, vámonos.
De camino al siguiente bar, le cojo del brazo, pero no alcanzamos nuestro destino. Al llegar al final de la calle, nos encontramos en una plazuela diminuta con muy buen ambiente, así que entramos en el bar francés cuyo letrero nos llama la atención.
Nos pedimos un par de cervezas, yo la tostada. Me dice que no he acertado, que en verano se pide rubia porque es fresquita. Tiene razón quizá. Se hace amigo del camarero, no sé cómo.
“¿Cuál es tu mayor recuerdo de amor?”, le pregunté el otro día. Me contestó que le vino a la mente una imagen de él con su abuelo en la hamaca. Es bonito, pero ahora quiero saber un recuerdo junto a mí.
-Claro que se me pasaron mil recuerdos junto a ti -me dice-, pero, ¿solo uno? Es imposible escoger. Pensé especialmente en esa foto que tenemos en unas pozas de agua, la luz reflejándose contra el objetivo de la cámara, los dos felices.
-Yo pensé en los sábados que íbamos a Badalona. Sé que no es una playa bonita, me da igual, pero para mí lo era. Cogíamos el tren por la tarde, a veces íbamos solos, otras con Junior o con Marina. Llevábamos unas cervezas y unas patatas. Y yo te leía. El libro del abuelo italiano que cuida de su nieto.
Luego pienso que en realidad ese libro no se lo leía yo, sino que le leía el de La insoportable levedad del ser. La sonrisa etrusca era el libro que me había leído hacía poco y vimos cómo una pareja de italianos se lo leía, él a ella, o al revés.
Me noto el alcohol en la cabeza y tengo ganas de sacar todos los temas intensos que me gusta desarrollar con él.
-¿Tú crees que tenemos puestas en el otro unas expectativas que quizá no son la realidad?
-No lo creo, a mí eso no me preocupa, tú las cumples.
Me divierto mucho con él, aunque no recordaba que no era muy generoso con la comida. Nos pedimos una quiche de berenjena, pimiento y queso de cabra y un guiso de ternera francés. Son platillos con un sabor exquisito. Me siento como hace años. Estas situaciones tan auténticas solo me pasan con él. Se hace amigo del camarero, por supuesto.
-Oye, tú ahora hablas mucho -le digo en broma-. Antes solo hablabas tanto cuando ibas borracho.
Cuando me agacho a recoger la mochila del suelo, me agarra del culo. “Son nervios”, me diría, “no los puedo controlar”. Pagamos y salimos a la noche barcelonesa, al Raval, un barrio que muchos temen, pero a mí me encanta.
Llegamos a su moto. Le doy un abrazo muy fuerte de despedida. No le suelto, le sigo hablando, quiero alargar los últimos segundos.
-Va, que tengo prisa.
-Vale, pues nos vemos -le digo mientras me alejo y le despido con la mano. Lo hago a propósito, lo de ser fría.
Me coge del brazo y tira de mí hacia sí.
-Eso no significa que no quiera una buena despedida -Me abraza-. Así mejor.
Le quiero, no se lo digo, él no me lo dice tampoco pero luego me escribe un mensaje para confirmármelo.