Sólo nosotros quedamos de tantos como éramos, Melchor, si es que me dejas nombrarte. Bien sé que he renegado de ti y que en tu nombre he blasfemado con pesados juramentos porque, sin tú quererlo, me estás amargando las horas finales.
La tarde se apagó de golpe y la noche se ilumina con el resplandor del fuego. Se alza una columna de humo negro y encrespado que se diluye en la negrura y se lleva el último resquicio de salvación. Ya no quedan escondrijos donde ocultarse, ni hay marcha atrás en esta carrera alocada hacia el fin ni, aunque hubiéramos recuperado el barco cuyas llamas alumbran el cielo, quedaría puerto que nos recibiera ni tierra cristiana donde morar sino estas islas de salvajes en los confines del océano. Hemos mancillado todo principio y violado cualquier ley, humana o divina, cometiendo excesos para los que no existen nombres. Nos hemos degradado en la escala de la creación hasta más abajo que los gusanos de la podredumbre y no subsiste en nosotros un ápice de humanidad en donde reconocernos. Juntos hemos abierto un camino de sangre y cruzado la frontera donde los hombres se transforman en bestias.
Y yo ya estoy cansado, Melchor, cansado de correr y de luchar, acorralado en esta cueva infecta. Nada resta sino esperar la primera claridad del alba para morir.
Ha sido una huída larga y desesperada que nos ha devuelto casi al punto de partida. Cuán difícil de recorrer la geografía comprimida de la isla, marcada por las sierras escabrosas que bajan del volcán y se suceden una tras otra con acantilados a pique, barrancos imponentes y laderas cubiertas de cantos oscuros y redondos que agotan los pies y rompen los tobillos. La hemos atravesado palmo a palmo, salvando junglas malsanas y bosques fríos, hundiéndonos en las ciénagas y despeñándonos por hondonadas insalvables, y ahora estamos refugiados en el último rincón del cabo norte, cabo de la Esperanza como lo bautizamos, con ese humor negro que nunca nos ha faltado, porque desde aquí fue que avistamos el bergantín que creíamos hundido. Estaba fondeado en la bahía, con los pingajos descarnados de Krueger y otros cuatro infelices colgando aún de sus vergas.
Krueger, el hereje, el mismo que estranguló con un cordel a Gamboa y puso su brazo a mi servicio sin pestañear, el corpulento filisteo, valeroso en el combate pero indolente con las responsabilidades, que se dejó abordar por los salvajes como un marinero bisoño. En todo caso no debo censurarlo ni levantar calumnia sobre él ya que pagó su negligencia con la vida. ¿No recuerdas sus gritos mientras trepábamos la ladera del promontorio, huyendo de la aldea y de los salvajes pintarrajeados como esperpentos? Nos hicieron retroceder por la fuerza de su número y por la fiereza repentina, escabulléndonos a través de la playa hasta el arranque del cortado, y fue escalando por aquellas peñas escarpadas cuando oímos los gritos y reniegos de los guardianes del barco, es cierto que algo deshilachados por la brisa contraria y la distancia, Melchor, pero aún así audibles en su calidad de despavoridos. Los mataron a todos, pero el bergantín lo dejaron intacto, quién sabe si con el propósito de aprender su manejo y ser los nuevos dioses de estos mares, o infundidos por lo sobrenatural de una obra que no pueden entender ni mucho menos repetir, o quizá con la astuta intención de tentar nuestra codicia y hacernos regresar hasta aquí, como finalmente así ha sido.
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