A las cinco de la tarde el tañido de las campanas se colaba por debajo de las puertas cerradas: "tan, tan, tan…", su sonido rítmico y lento llenaba de zozobra al vecindario que espiaba la salida del féretro de la iglesia entre cortinas y mirillas. Este iba precedido apenas por una docena de personas, una estela de silencio flotaba tras él.
Sobre su tumba no hubo lágrimas, no se escucharon lamentos mientras el ataúd descendía hacia su morada definitiva. Tampoco hubo flores. Todas reposaban sobre las tumbas recientes de sus jóvenes victimas.
Texto: Yolanda Nava Miguélez