Revista Cultura y Ocio

No irás a llorar – @sor_furcia

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Sujeto entre mis manos el sobre que acabo de recoger del buzón. Mi nombre y mi dirección están escritos en una perfecta caligrafía barroca y, por detrás, un sello de cera rojo se rompe mientras lo abro. “Nos casamos”. Malditas palabras, pienso. Odio las bodas, de verdad que las odio.

Hace unos meses mi amiga Maca vino a verme y me dijo “Tengo algo que contarte”, y después de esa frase ya sabía lo que venía. Boda o hijo. Estaba claro. Y, muy a mi pesar, fue lo primero. Digo muy a mi pesar porque cuando es un hijo, quieras que no, no te salpica tanto la mierda… pero con las bodas… ahí la has cagao.

Las bodas son un jodido negocio. Hasta donde yo entiendo, y he mirado en el diccionario para confirmarlo, invitar es “Comunicar a alguien el deseo de que asista o participe en una celebración”, y hasta aquí bien; pero luego añade “Convidar, pagar la consumición de alguien”, y ahí ya nos hacemos los longuis. Cuando dos personas tienen la maravillosa idea de casarse lo hacen a sabiendas de que, el fiestorro, no lo van a pagar ellos, sino que correrá a cuenta de todos los invitados. Así que cuando alguien me dice “Te invito a mi boda”, a mí me dan ganas de contestar “No, no te confundas, a tu boda te invito yo”. Porque casarse debería ser un mero trámite burocrático, como cuando vas a renovarte el DNI. ¿Te imaginas a toda tu familia recibiéndote con confeti a la salida de la comisaría con tu nuevo documento de identidad con su correspondiente foto de “la etarra más buscada”? ¿No verdad? Pues lo de las bodas tendría que ser igual. Os habéis conocido, os queréis, él se ha puesto de rodillas, te ha colocado un anillo maravilloso en el dedo… ¿y queréis que la broma la paguemos nosotros? ¡Claro? ¡Con dos cojones! Que a veces te dan ganas de decirles que en vez de una invitación te podían haber mandado una factura.

Si estas celebraciones de verdad las pagaran las personas que se casan, y tuvieran que desembolsar los 15.000€ que cuesta de media una boda en esta nuestra España ¿Cuánta gente se casaría? Está claro ¡casi nadie! O por lo menos no lo harían por todo lo alto y serían mucho más selectivos con las personas a las que invitan. Pero como ellos normalmente no solo cubren los gastos de la ceremonia, sino que encima les da para viajar, pues ¡hala! Cientoypico invitados, compromisos de los padres, tíos a los que no ven desde que llevaban pañales, compañeros de trabajo a los que no soportan… Cuanta más gente, más pasta. Vamos, una falsedad, y encima de las caras. Pero seamos sinceros, si ahora mismo nos dieran ese dinero contante y sonante para gastárnoslo en un día ¿A cuántos de nosotros se nos ocurriría casarnos? A mí no, desde luego. Y aún así os puedo asegurar que, hiciera lo que hiciera (tatuarme de pies a cabeza, salir de una librería con un carro de la compra lleno de libros, irme de viaje al Caribe y beberme una cerveza de trago en pelota picada –whatever-), ya me encargaría yo de que ese fuera uno de los días más felices de mi vida.

Porque a las niñas se nos agobia desde que somos muy pequeñas con “ese día” (a ellos no, a ellos esperamos a torturarles cuando ya son mayores, amenazándoles con que será el final de su felicidad, muy lógico e igualitario todo). Yo cuando era pequeña también fantaseé con mi boda, vi todas las películas de Disney y quise ser la Cenicienta, vestí a mi Barbie de novia (con noche de bodas incluida, claro)… hasta que el Ken intentó violarla y tuve que partirle las piernas, y entonces decidí que mejor viviría con la Nancy, que además era grande y con ella se sentía más segura (porque lo intentó con la Chabel, pero era muy joven y hacía demasiadas fiestas en casa). Nos enseñan a fantasear con ese momento, a pensar en nuestro vestido de princesa, en la carroza tirada por caballos, en nuestros padres orgullosos llorando de amor, en los manjares que comerán nuestros invitados… y el novio ya es secundario, porque lo importante es que es TU DÍA. Olvídate del día que te graduaste, que encontraste ese trabajo que tanto te gusta, que descubriste la vacuna contra la estupidez humana, que saliste de fiesta con tus amigas con un mechero con forma de polla sobresaliendo de la bragueta y diciéndole a todos los tíos que te cruzabas “eh ¿me la chupas?” –esto puede que solo lo haya hecho yo, soy consciente-… ¡No importa!, porque el puto día más feliz de tu vida será en el que te disfraces de repollo y todo el mundo te mire embelesado y te llame “guapa”. Pues a mí me vais a perdonar, pero prefiero la felicidad del resto de los días, que concentrarlo todo en uno me parece muy arriesgado. Será que me recuerda a cuando a mi amiga Laura le vendieron un perro, un yorkshire enano, y la mujer le dijo “es muy buena y muy limpia, nunca vomita” y resultó que el animal no sabía hacer otra cosa y lo que quería la dueña era quitársela de encima cuanto antes… Pues esto es lo mismo. Desconfía… ¡Que te están tangando! ¡Que no es el día más feliz de tu vida, que es un puto negocio!

En fin, a lo que iba, que tu mejor amiga te invite a su boda es un marrón (Y hay años en los que le das una patada a una piedra y salen cien amigos que se casan. Y cuando te invitan te dan ganas de gritar “¡La madre que me parió! ¡¿Otra?!”). El caso es que oyes esas palabras y ya sabes que empieza la pesadilla…

Te tocará organizar su despedida de soltera. Donde casi te gastas más que en la propia boda… Una maravillosa ocasión para que la pareja se despida de su libertad individual (¿de verdad significa eso casarse? Entonces ¿por qué lo hacéis? No entiendo nada…). Ellas se pondrán pollas en la cabeza, irán a restaurantes a comer barras de pan y tartas con forma de pollas, para acabar en un boys mientras un ciclao les restriega la polla por la cara… Como si la vida de la novia girara en torno a las pollas y tuviera que empacharse de ellas y despedirse así para el resto de su vida. Y los hombres, pues tres cuartas de lo mismo pero con los coños. Una vez, mi primer jefe, me contó que él y sus amigotes tenían la costumbre, en las despedidas, de aplaudirle un polvo al futuro marido. Esto quería decir que entre todos le pagaban una prostituta y después él se la tenía que follar mientras todos le aplaudían en plan babuinos. Yo no supe qué contestar ante semejante anécdota, así que me limité a hacer una mueca apretando el morro para no hablar, mientras pestañeaba muchas veces, muy rápido… como si fuera gilipollas profunda. Pensé que esto ya había quedado obsoleto, pero el otro día me contó mi cuñado que, en el grupo de wasap (dios bendiga los grupos de wasap –sigh-) de la despedida del novio de Maca, un lumbreras había dicho “¿Nos vamos a ir de putas, no?” y otro había contestado “Hombre, si no no sería una despedida, sería un cumpleaños”. Y claro, ya estoy visualizando el momento, en la boda, cuando me presenten a estos personajes, y yo les tenga que saludar apretando el morro y pestañeando como una mongola… por no brotar.

Tras eso, tu amiga te pedirá que diseñes las invitaciones, porque para eso eres diseñadora gráfica… Y mientras te explica lo que quieren, tú te morderás la lengua para no decirle que debería tener aspecto de recibo, y que así quede claro que no es una invitación, sino una extorsión para que sueltes la guita y así ellos se puedan permitir la extravagancia. Anda que no podían los novios coger ese dinero que piensan gastarse en el convite e irse de viaje y mandarnos fotos a todos para que veamos los felices que son; o, si no disponen de efectivo, no pasa nada, ya nos vamos nosotros de viaje y les mandamos fotos a ellos para que comprueben lo felices que somos gastándonos nuestro dinero en nosotros mismos… El caso es que sigo dándole vueltas al diseño y se me ocurre añadirle una clausula en la que ponga que, si se divorcian antes de equis años, tendrán que devolver el dinero a los invitados… Pero no, al final me decanto por caligrafía barroca y sello de cera y me quedo pensando que, algún día, haré como Carrie Bradshaw (la de Sexo en Nueva York) y me marcaré una boda conmigo misma (que soy la persona a la que más quiero y con la única que estaré hasta que la muerte nos separe), y así por lo menos recuperaré algo de la pasta que he invertido en pagarle la jarana a los demás.

Después de eso te tocará acompañarle a comprarse su vestido, y aguantar que se pruebe ochocientos para que luego se quede con el primero que se probó… porque es EL VESTIDO, el que le ha hecho llorar (sí, como en los programas de la tele de los sábados, los que me pongo para echarme la siesta porque son soporíferos, igual). Vestido hipermegacarísimo que no se volverá a poner y que seguramente acabará destrozado por sus hijas (lo sé porque yo lo hice con el de mi madre, la única vez en mi vida que me veré vestida de novia, por cierto), acompañado de un velo con el que luego se hará unas cortinas (que en Ikea cuestan 10€, pero da igual), y con un ramo que, si tiene suerte, acabará siendo un bonito cuadro de flores secas o, en el peor de los casos, lo dejarán en el florero de la lápida de su abuela en el cementerio, hasta que vengan los de los puestos de flores, lo apañen, y lo vuelvan a vender.

No contenta con eso, te pedirá que le acompañes a buscar el lugar idílico para la celebración. Encontrar una iglesia “porque es más bonito” (cuando no ha pisado una hace años, ni se sabe el padre nuestro… pura hipocresía), elegir un restaurante con un jardín bonito para hacerse fotos (de esos con un césped maravilloso donde sabes que se te clavarán los tacones y acabarás esmorrá en el suelo), ayudarle a seleccionar una vajilla elegante (cuando tú lo más que has hecho en tu vida es bajar al chino a comprar platos de plástico cuando vienen tus amigos a cenar) y unos centros de flores elegantísimos (como si te interesara la jardinería o algo), escoger un menú que, como todos sabéis, en muchos casos acabará regurgitado en la elegante taza de váter del restaurante y, con un poco de suerte (ejem), a organizar la lista de invitados y colocarles en las mesas para que fulanito no se siente cerca de menganito y no les arruinen el jolgorio.

Después de todo eso todavía tendrás que encargarte de tu propio regalo y de organizar algo original con tus amigas para dárselo… porque ingresarlo en una cuenta es muy frío (como si a ellos les importara, con tal de recibir el cheque). Así que te pones a buscar en google cómo hacer ramos de flores con billetes, o mamarrachadas del tipo: meter todo el dinero en monedas en un tarro de cristal, en un bloque de cemento, o comértelas e ir cagándoselas en un plato durante el banquete, para hacerlo más rollo performance… Y aún te queda lo peor, comprarte tu vestido pomposo, que no sea blanco para no restarle protagonismo a ELLA, que sea corto si la boda es de día o largo si es de noche, con los zapatos y el bolso a juego, que no sea demasiado provocativo, ni demasiado informal, ni demasiado barato, ni evidentemente demasiado caro… ¡¿Soy yo la única que piensa que deberían empezar a patentarse las bodas en pijama?!

Y cuando creías que ya  no podía pasarte nada más, escuchas de sus labios las maravillosas palabras: “Me haría mucha ilusión que leyeras algo en la ceremonia, que además, como escribes tan bien…”. Y a estas alturas tú ya te sientes el puto Pepe Gáfez de las bodas… y te dan ganas de implorar “Pero ¡¡¿Qué más queréis??!! ¡¡¿¿Mi alma??!!”. Total, que al final sonríes como puedes, forzando todos y cada uno de los músculos de la cara, accedes y disimulas las ganas de llorar y de cortarte las venas mientras la abrazas y finges que te hace mucha ilusión… pero te hace la misma que arrancarte las uñas.

Así que, entre tanta vorágine, por fin llega el día D a la hora H. Vas a la peluquería con la foto de la modelo de revista para que te peinen, te pongan el tocado y te maquillen igual, pero cuando sales te sientes como la Llorona de Picasso… Llegas a casa, intentas arreglar un poco el peinado sin mucho éxito, te pones ese vestido que sabes que después acabará en Wallapop, te subes a los tacones y echas las manoletinas al bolso, intentando apretujar todo para que quepa en el minúsculo (pero monísimo) clutch, te echas un último vistazo, suspiras y te montas en el taxi dispuesta a pasarlo lo mejor posible. Entras a la iglesia y te sientas cerca del altar, para que el camino sea lo más corto posible cuando vayas a ir a leer, y evitar que los zapatos te jueguen una mala pasada. Te colocas junto a una tía emperifollá, que lleva una pamela que te hace permanecer en diagonal media misa y, cuando por fin te va a tocar subir, metes la mano en el bolso, sacas el papel arrugado y, mientras lo intentas estirar sin hacer mucho ruido, la mujer palmera te mira y susurra “¡Ay! ¡¿Ahora lees tú?! ¿No irás a llorar?” y tú le contestas  “Depende, señora ¿Cuántas horas dice que quedan para la barra libre?”.

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