Cuando nació mi primer hijo, sentía que como mamá responsable debía hacerme cargo de todo lo que pasaba en la casa. Mi marido trabajaba y yo estaba de licencia. Durante el día me quedaba con el pequeño full time y apenas mi media naranja cruzaba la puerta creo que le lanzaba al bebé que demandaba atención constante, como pidiéndole por favor ayuda.
Los primeros días, meses y hasta años sentí que era casi mi deber hacer las cosas y que el padre me podía ayudar solo en los momentos en que mi cansancio no me dejaba seguir. Pero llegó un momento en el que sentí que no era la solución pedir ayuda cuando no podía más.
Por suerte existen esos momentos mágicos donde la cabeza logra salir de la rutina, mirar la situación y tomar decisiones para salir del caos. Vi de forma clara que mi marido, el padre de esos niños, no era mi ayudante que venía a socorrerme en casos extremos. No, lo vi como un papá, la persona que más quiere a esos pequeños en el universo, el hombre que hace todo lo que esté a su alcance para que esos chicos sean felices y tengan todo lo que necesitan a cada paso que dan.
Ese día todo cambió. Me di cuenta de que no necesitaba pedir ayuda, que las responsabilidades eran compartidas. Así como él cuando iba a jugar al futbol simplemente me avisaba para coordinar la logística hogareña, yo podía hacer lo mismo.
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