Es invierno, es cosa del viento y de no vernos.
Me despierto sin tu respiración de nuevo y por eso tengo la sensación insoportable de no tener descanso, de estar siempre despierto aún con los ojos cerrados. No hay paz en mis pulmones ni en mis huesos. No hay relevo a las ideas, ni a los sueños rotos. Y no hay error sin solución, aunque a veces se me olvide.
Detesto toda esa poesía moderna que sigue cayendo en el amor anticuado, en los tópicos románticos con las palabras de siempre.
Detesto tener que llamarte para poder escuchar tu voz unos minutos sólo porque no te tengo.
Detesto que haya quien se dice enamorado cuando no ha lamido tus cicatrices borrosas ni las heridas recién abiertas que aún saben a hierro.
Detesto no ver restos de tu pintalabios rojo en mis tazas blancas.
Detesto andar por la vida sin rumbo, seguir tan perdido o más que al principio de encontrarte.
Se ha convertido en algo complicado eso de llenar el mundo de sonrisas, de enterrar preocupaciones, de alejar problemas a soplidos. Se ha convertido en algo muy difícil acariciarnos el alma, decir un te quiero, bailar bajo la lluvia. Y la gente se empeña en plantar su piedra de los diez mandamientos y recitar a viva voz qué es y qué no es amor. Como si realmente alguien supiera algo de la vida más que lo propio, como si tuviéramos algo que enseñar a los demás. Como si no tuviéramos bastante con sobrevivir en nuestro día a día. Como si seguir corriendo entre tanta mierda no fuera ya un premio, y todos nosotros ganadores.
Joder, y me da la risa, con la filosofía barata, con la palabra fácil.
¿Qué van a saber de amor ellos? Si nunca han mirado al frente y te han visto desnuda entre mis sábanas revueltas para decirte entre risas:
—No me despeinas bien.
Lo importante es decirlo justo antes de besarte como si el mundo se cayera tras las ventanas, antes de follarnos como si todo fuera a salir bien y sólo existiéramos tú y yo.
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