Mi primer relato
Me gusta escribir aunque nunca he escrito nada inventado. Me refiero a nada de ficción. Siempre he pensado que para escribir hay que tener cierto don. No solo es necesaria una buena idea. Hay que saber narrarla. Y yo no creo que sea de los que saben narrar. Pero como aquí no te piden credenciales de ningún tipo, me he animado a escribir algo. Me ha parecido un buen ejercicio. Nunca lo había intentado así que no sé como resultará. Espero que no sea demasiado aburrido, aunque seguro que tiene muchos fallos narrativos. De perdidos al río pues. Aquí va mi historia de una araña y un chico al que no le gustan las arañas.
No me gustan las arañas
Hay muchas cosas que no me gustan. Por ejemplo, no me gusta el pescado. Siempre pienso que me voy a tragar una espina y que me voy a asfixiar. Discuto mucho con mi madre por lo del pescado. Ella me dice que es sano, y yo le digo que vale, pero que no tenga espinas. Pero ni caso. Dos o tres veces al mes comemos pescado en casa, y siempre es con espinas. Yo hago una minuciosa selección para separar el peligro de muerte de la comida. Al final siempre dejo más de lo que debería de lo segundo y mi madre me riñe. Me da mucha rabia. No sé porque pienso que comer pescado me puede provocar la muerte. Tengo ya doce años y tendría que ser más valiente.
Hay más cosas que no me gustan. Las abejas, por ejemplo. En cuanto oigo el zumbido de una me pongo en alerta y corro hacia el lado contrario. Las avispas tampoco me gustan. He visto alguna de cerca y me parecen más terroríficas que las abejas. Pero hay otros bichos que no es que no me gusten, es que me dan rabia. Las moscas y los mosquitos. Los detesto. Y no trato de evitarlos. Todo lo contrario. Si hay alguna mosca o algún mosquito que me moleste, no lo dudo, tengo que eliminarlo. Primero intento cazarlo con un periódico enrollado, y cuando no me queda más remedio, uso el insecticida. Esto molesta mucho a mi madre porque suelo abusar mucho del insecticida y luego la casa queda con ese olor tan tóxico y desagradable.
Pero si hay algo que no me gusta de verdad son las arañas. No solo es que me den miedo, es que me parecen desagradables. Y da igual como sean. Pueden ser minúsculas o enormes. No me gustan. A veces pienso en esa gente que vive cerca de la selva, con esas arañas terroríficas que tejen sus telas entre los árboles. Yo no podría vivir ahí. Me daría mucho miedo. También pienso en esas personas que tienen una araña como mascota. ¿En qué están pensando? Podrían tener un perro, un gato, o un loro como mascotas. Pero no. ¡Tienen una maldita araña! ¡Y juegan con ellas! ¡Dejan que caminen por sus manos, como si nada! Menos mal que no tengo ningún amigo que tenga esos gustos repugnantes. Si tuviera uno así no sé como podría jugar con él. A ver cómo le digo yo a un amigo que no quiero ir a su casa a jugar a la consola porque tiene una araña en su habitación. ¡Sería ridículo! Estoy seguro que si me pasara eso, todo el colegio se enteraría y todo el mundo se reiría de mí. Por eso nunca le he contado a nadie que no me gustan las arañas.
El caso es que estaba en mi habitación estudiando para un examen de Historia, y no es que me apasione memorizar qué rey reinaba en el siglo XIII, ¡a quién le importa quien reinaba hace tropecientos años!, pero por lo menos no son bichos. Cuando me toca estudiar mi madre se asegura que no tenga distracciones, y por distracciones quiere decir el móvil. Cuando tengo mis horas de estudio, el móvil se queda bien lejos de mi mano.
Pues eso, que estaba leyendo mi aburrido libro de Historia, con todas sus personas muertas hace mucho tiempo, cuando noté algo por el rabillo del ojo izquierdo. Era como una mancha de color negro que se movía lentamente. Al principio no le di demasiada importancia, pero poco después giré mi cabeza. Y allí estaba. En la pared de mi habitación. A dos palmos de mi cabeza. Una pequeña araña de color negro. Lo primero que hice es algo que he aprendido de las arañas. Nunca te muevas de manera brusca en presencia de una. Puede sentir miedo y saltar sobre ti. Lo segundo que he aprendido es a no perderlas de vista. Así que me levanté de mi silla lentamente y me alejé, mirándola fijamente para saber en todo momento donde estaba. Se había quedado parada en la pared, como si supiera que la estaba observando.
Ahora me tocaba idear la manera de eliminarla. Tenía que conseguir que la araña bajara al suelo para poder aplastarla con mi zapatilla. No iba a plantar mi zapatilla en la pared para dejar una marca. Eso cabrearía mucho a mi madre. Cogí una hoja garabateada que tenía en mi mesa y me acerqué lentamente a la pared. Con un solo toque de la hoja podría tirarla al suelo. Acerqué la hoja con mucho cuidado por encima de la pequeña araña y justo cuando iba a darle el toque de gracia, se empezó a mover en dirección contraria. Las arañas son muy astutas y saben en todo momento escabullirse del peligro. Yo hice un movimiento más brusco con la hoja, intentando perseguirla, pero nuevamente la araña supo que hacer. Dio un salto y se metió en el hueco que había entre la pared y mi escritorio. Se había escondido.
En aquel momento pensé en llamar a mi madre, pero luego recapacité. Si le pido ayuda a mi madre por una “simple” araña, se reirá de mí. Así que moví lentamente el escritorio para poder ver donde se había metido. Por suerte estaba a la vista, pero por desgracia estaba en una situación poco propicia. Para poder alcanzarla con mi arma infalible tendría que agacharme y poner mi cara a su altura, y eso no lo iba a hacer. Ya he dicho que las arañas son muy escurridizas e imprevisibles. Se pueden mover lenta o rápidamente, y cuando menos te los esperas pueden saltar de un lado a otro, incluso pueden saltar de la pared a tu propia cara. Lo único que podía hacer en esa situación era esperar. Esperar a que la araña saliera de su rincón.
Poco a poco la araña, que parecía sentirse un poco más segura, empezó a realizar el camino que había estado haciendo hasta que yo la interrumpí. Pensé entonces de donde podría haber venido. Me di cuenta que, para llegar a subir por la pared, había tenido que pasar por debajo de mi mesa. Había pasado cerca de mis pies, ¡y yo no me había dado cuenta! ¿Y si le hubiera dado por meterse por debajo de mis pantalones? ¡Vaya susto que me habría dado! Pero no, no fue así, ¡menos mal! Qué alivio. La araña continuó subiendo por la pared. Iba muy despacio, como si quisiera tantear el terreno. No sé lo que puede pensar una araña. ¿Estaría esperando que aparecería nuevamente mi hoja como una barrera de color blanco? ¿Sabría incluso distinguir los colores? Ya no importaba. Estaba llegando al lugar que a mí me permitiría darle con seguridad el toque necesario para hacerla caer al suelo.
Me acerqué de nuevo lentamente con mi hoja llena de garabatos, los típicos que hago cuando me aburro en mis horas de estudio obligado. Coloqué la hoja en mitad del trayecto de la araña, dispuesto a hacerla caer pero, para mi sorpresa, cambió de camino, como tratando de esquivar aquello que para ella era un muro. Subió rápidamente por otro lado. No me dio tiempo a reaccionar. Había subido muy alto y no llegaba hasta ella. Ahora estaba muy lejos. Si intentaba tirarla de la pared podría caer sobre mí, y entonces daría un grito absurdo que seguro que alertaba a mi madre.
La dichosa araña había escapado de mí. Estaba ya muy cerca del límite que une la pared vertical con el techo horizontal. En esas circunstancias podría echar mano de algo alargado para hacerla caer, como la escoba, pero si mi madre me viera con ella me preguntaría para que la quería, y no le iba a decir que era para matar una pequeña araña que me estaba volviendo loco. Así que opté por quedarme inmóvil, a una distancia prudencial, esperando su próximo movimiento.
Y allí estaba yo, mirando hacia arriba, a un pequeño punto negro que no se movía. Si mi madre hubiera entrado a mi habitación en aquel preciso instante me habría visto como hipnotizado. Era lo que le faltaba. ¡Su hijo no solo se distrae con el dichoso teléfono! ¡Se distrae también mirando hacia la nada! Vaya imagen que estaría dando. Pero luego la araña reinició su camino. Ahora caminaba sobre la pared, en paralelo al límite con el techo. Supongo que era lo mejor para ella. Así estaría a salvo. Me di cuenta entonces que la dirección que había tomado la llevaba hacia la parte superior de mi ventana, la única que había en mi habitación. Era mi oportunidad. Con la ventana abierta tal vez percibiría la brisa que entraba desde fuera, y entonces, se marcharía para siempre.
Abrí la ventana y empecé a seguir con la mirada el recorrido que hacía. Caminaba un poco más deprisa. Parecía segura de lo que quería hacer. A lo mejor estaba más asustada que yo. A lo mejor habría notado que tenía una salida al exterior. Pero no sé lo que pasó. Cuando estaba a punto de llegar a la altura de la parte superior de la ventana, justo por encima de la salida, la araña se detuvo. ¿Creería que aquello era una trampa? ¡Vamos!, pensé. ¡Eres libre! Si hubiera dicho aquello en voz alta habría sonado muy estúpido. ¿Quién habla con las arañas?
Entonces la araña pareció dar media vuelta. Aquello me puso nervioso. ¿Qué estaba haciendo? ¿Otra vez al punto de partida? ¡Vamos, déjame en paz! Bajó un poco por la pared, alejándose del límite con el techo. Seguía estando muy alta, pero ya estaba cansado de esperar. Me acerqué con cautela, con mi hoja en la mano. Cuando estuve lo suficientemente cerca me armé de valor, si es que para ese tipo de situaciones tan absurdas hubiera que armarse de algo. Hice lo que tenía que haber hecho desde el principio. Saltar con iniciativa y sin miedo. En el salto alargué mi brazo y con la hoja que me había servido como arma, o eso creía yo, conseguí hacerla caer. Ahora estaba en el suelo. Y estaba a mi merced. Ya solo me faltaba aplastarla con mi zapatilla. Pero todo aquello me pareció demasiado fácil. Era como cuando destruyes una hormiga con un solo dedo. Era como si sintiera que aquella araña no merecía aquel final. No era justo. Yo era muy grande y ella muy pequeña. Por primera vez deje de sentir repulsión por aquel bicho que me había atormentado durante tanto tiempo. Cogí la hoja con la que había tirado a la araña al suelo, la puse en mitad de su camino de huida y, en lugar de tomar aquello como un muro, lo tomó como parte de su recorrido. Empezó a subir lentamente por el folio. Lo acerqué a la ventana abierta. Lo saqué fuera, y lo sacudí. Y vi como la araña caía, muy lentamente, como si tuviera un paracaídas invisible. Cerré la ventana, asegurándome bien que estaba cerrada. No quería que ningún otro bicho entrara en mi habitación. Y entonces respiré por fin aliviado. Hasta que miré a mi escritorio, a mi libro de Historia. ¡Me había olvidado por completo!
F I N