Este domingo, paseando tranquilamente con mis hijos y mi marido, se me ha acercado un señor mayor. Con una sonrisa amable y un gesto tranquilo, se me ha acercado, ha cogido el carro de mi hija, vació en ese momento porque ella iba paseando con su papá, y lo ha levantado a la vez que esbozaba una gran sonrisa y me espachurraba el moflete...
No. No era yo la que he sufrido este acoso. Ha sido mi pequeña foquita. Iba tan tranquila intentando poner un pie delante de otro apoyada en su cutre carro de la compra que no suelta desde que ha descubierto esto de caminar, cuando se le ha acercado ese señor del que os hablaba y ha hecho todo lo que os acabo de explicar: se ha acercado a la niña, se ha agachado, le ha cogido el carrito, le ha sonreido y le ha espachurrado el moflete.
Seguro que si sólo hubiera puesto la segunda versión no os hubiérais extrañado. Pero he puesto la primera versión para explicar mi opinión hacerca del acoso que sufren los niños pequeños constantemente por parte de los adultos. Quizás alguien me tilde de asocial, y a mis hijos también pero el berrinche que se ha pegado mi pobre foquita ha sido de aúpa. De hecho, no ha querido pasear más en toda la mañana, se ha subido al cochecito y ahí se ha quedado, por si acaso.
Creo que las normas sociales de acercamiento entre personas, se rompen con los niños cuando tienen las mismas reacciones que los adultos. Del mismo modo que nos sorprendería si alguién nos abordara sin conocernos de nada, los pequeños no sólo se sorprenden sino que también se asustan.
Otra de las cosas que me molestan, y creo que a los niños también, es intentar mostrarlos como los más graciosos, simpáticos, sociales del planeta. Cuando nos presentan a alguién la primera vez estamos precavidos, somos educados pero no nos explicamos hasta la última de nuestras intimidades. En cambio exigimos a nuestros hijos que desplieguen el abanico de gracias que hacen en casa cuando están relajados.
Todo esto provoca que a muchos niños se les tilde de asociales o rancios, como he oído en alguna ocasión, cuando, si se les deja tiempo y se les da confianza, son igual de amables que cualquier persona adulta a la que se le trate con el mismo respeto.