Revista En Femenino
Yo soy una mujer de necesidades básicas. Desde que, hace ya muuuuuchos años, vi 'El Libro de la Selva' (por favor, padres del mundo no dejéis que 'Tiana y el sapo' eclipse esta maravilla a vuestros hijos), sé que mi filosofía es la del gran Baloo: The Bare Necessities. ¡¡Quién necesita a Kant teniendo a este oso!!
Cuando tengo hambre, tengo que comer; cuando tengo sed, tengo que beber y cuando tengo sueño, tengo que dormir. Así, sin más dilación ni piruetas... Da igual si estoy en mitad de la selva, del desierto o en un pueblo manchego a la hora de la siesta... No necesito manjares exquisitos, ni ambrosías en formato líquido, ni almohadas de seda y plumas. Me conformo con cualquier cosa: un mendrugo de pan, una fuente de agua fresca y un poyete donde tirarme a sobar un rato...
Una persona humana con mi problemática hace ya tiempo que habría tomado precauciones como no alejarse mucho de un lugar con provisiones y techo o llevar siempre encima agua y comida... Pero este tipo de preparativos no van con mi naturaleza aventurera (inconsciente dicen algunos)... Hay que buscarse la vida...
En cualquier caso, de las múltiples necesidades básicas que me acosan a diario, sin tregua, con prisa, sin pausa, con nocturnidad y alevosía, sólo hay una que es intangible -en el sentido más literal de la palabra: no se puede tocar-.
La necesito al levantarme, antes de dormir, en los trayectos de metro, en los viajes en coche, en la ducha... Acompaña mis días haciéndolos más coloridos, menos prosaicos. Y aún cuando no la tengo a mano la reproduzco en mi interior, a través de unos auriculares invisibles, cada nota, cada acorde, cada tono, cada inflexión de voz que varían ajustándose a mi estado de ánimo, con la agilidad de un truco de magia... como una banda sonora perfecta.
No podría vivir sin ella. Sin la música.
Pese al riesgo notable de quedar como una pedante repelente, no puedo evitar incluir este extracto del Mercader de Venecia (W. Shakespeare), que viene al pelo :
Mira en el campo una manada de alegres novillos o de ardientes y cerriles potros; míralos correr, agitarse, mugir, relinchar. Pero si llegan a sus oídos los ecos de la música, míralos inmóviles mostrando dulzura en sus miradas, como rendidos y dominados por la armonía. Por eso dicen los poetas que el tracio Orfeo arrastraba en pos de sí árboles, ríos y fieras; porque nada hay tan duro, feroz y selvático que resista el poder de la música. El hombre que no siente la armonía es capaz de todo engaño y alevosía, fraude y rapiña; los instintos de su alma son tan oscuros como la noche. ¡Ay de quien se fíe de él!