Luces y sombras una vez más. El estado de ánimo cambia constantemente y pasa de blanco a negro con una facilidad pasmosa. Cuando mi mente está pensando en otra cosa y no se acuerda de que estoy enfermo, entonces vivo bien, tranquilo, con mucho tiempo libre e incluso disfrutando de cada minuto. Pero cuando recuerdo que tengo cáncer todo eso se desmorona como un castillo de naipes y solo queda la ilusión de que esos naipes amontonados sin sentido son capaces de formar un castillo.
Luces y sombras, blanco y negro, arriba y abajo… mi vida resbala por un tobogán cuyo final es realmente el final, es el tobogán definitivo, el que conduce a la nada, el que hubiese querido evitar.
Y mientas tanto intento gozar de las luces y esconderme de las sombras, tarea casi imposible porque las sombras son poderosas y espesas, saben imponerse y, sobre todo, saben golpear donde más duele, saben hacer daño porque parecen destinadas a ello y son capaces de oscurecer a las luces más brillantes. En este sentido, la luz es casi invisible. Debo hacer verdaderos esfuerzos para verla entre tanta tiniebla, se me escapa, se confunde, es débil y no parece que vaya a brillar con más fuerza porque no tiene de donde sacarla. La fuerza también está esperando a la luz, así que al final nos topamos con un círculo vicioso del que resulta imposible salir.
Luces y sombras, sombras y luces, ahí es donde nos movemos. Ahí es donde debemos ser capaces de resistir.
Resistir, no queda otra.