Me encanta leer libros, blogs, artículos sobre maternidad. Evidentemente termino leyendo contenidos afines a mi manera de ser y de pensar. Leí una vez a Estivill y no volveré a leerlo, ni nada que se le parezca. Creo más en tendencias respetuosas con los niños. Aunque sin llegar a coincidir del todo. Porque no pienso que en la vida sólo existe el blanco y el negro. Hay también una preciosa gama de colores.
Cuando leo sobre crianza, a veces me debo de saturar o algo parecido. Se me dibuja a menudo un prototipo de madre que creo que es demasiado perfecta y que, por tanto, no existe.
Las madres somos mujeres, esposas, hermanas, hijas, pero por encima de todo, somos personas. Con lo bueno y con lo malo. Y esa es la grandeza del ser humano. A menudo me angustio pensando que no soy una buena madre, que no seré perfecta para mis hijos. Cuando leo sobre cómo hacer las cosas con los pequeños, como otras madres lo hacen perfectamente bien, hago una autocrítica demasiado estricta.
Pero entonces paro y miro a mi alrededor. Veo a mi hijo abrazando a su hermana mientras ella se carcajea por cualquier tontada llena de felicidad. Soy consciente de que su felicidad depende de nosotras, las madres. Observando un momento a mis pequeños ¿es suficiente para saber que son felices? ¿que lo estoy haciendo bien?
Siento una sana envidia cuando leo a otras madres que tienen las cosas muy claras. Yo también tengo algunas ideas grabadas a fuego pero a menudo me asaltan miles de dudas. Constantmente. Ejerzo constantemente de abogado del diablo. Quiero hacer las cosas tan bien que puede que a veces las analice en exceso.
Al final, si tengo algo claro es que mis hijos me han hehco inmensamente feliz pero también han creado en mí una angustiosa sensación de imperfeccción. Pero bueno, también he de decir que sus besos, sus risas y achuchones deberían hacerme ver que ellos tampoco quieren una madre perfecta.
Simplemente quieren a su madre.