Hoy es domingo y llevo un buen rato pensando de qué hablar. Por primera vez en estos casi cinco años siempremedieros sigo sin saber qué contar una vez iniciadas estas líneas. Porque bueno, podría hablarles de que llegó el verano y yo sigo con botas y anorak en Mordor-Laguna. Esta mañana el cielo quiso hacernos un guiño y dejó escapar un par de rayos de sol, pero yo sé que es una trampa. El lunes seguro que me levantaré con los cristales de mi ventana como si fuera una típica estampa londinense.
Desde mi ventana.
Así que no, que del tiempo no me apetece escribir, porque además del cabreo que tengo con este juniembre y el en breve juliembre (me apuesto lo que quieran), el sol, el viento, el frío o la lluvia son, a fin de cuentas, fenómenos meteorológicos incontrolables, y por mucho que me reviente este verano de locos poco podré arreglar con mi enfado.
Prefiero no ocupar estas líneas con sensaciones poco científicas sobre este clima que tenemos en Adelantado’s Village, aunque confieso también que a pesar de que este Mordor ha suplantado la personalidad veraniega de mi querida ciudad prefiero ‘sufrir’ estas prevacaciones negruzcas a pasear por Santa Cruz. No sé qué me ha ocurrido en los últimos tiempos, pero bajar a la capital me genera malhumor. Puede que tenga que ver con aquello que contaba mi amigo y compañero de blog Leoncio González en su La ciudad podrida, en marzo. Quién sabe.
Por eso me niego a perder un solo minuto contando que estos días, cuando salgo de casa hacia el trabajo, voy forrada hasta las orejas, con chubasquero incluido, y a medida que desciendo y me acerco a nivel del mar me voy desnudando en el coche, con el riesgo de confundir en alguna ocasión la caja de cambios con el mango del paraguas del asiento de al lado.
No, no me insistan, no pienso dedicar ni una onomatopeya a decirles cómo me siento cuando miro al cielo desesperada buscando un huequito de sol cerca de casa y descubro que no existe. ¡Puaj!
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