Tras haber escrito sobre la utilidad de aplicar cierta psicología para no perder la paciencia y los nervios en el día a día con un niño-bebé, la noche siguiente me quedé pensando en que quizá me había faltado añadir una última cosa: qué ocurre cuando nada funciona y caemos, ambos dos, al precipicio del cabreo.
Porque esto de la psicología está muy bien pero todo tiene sus días. A veces por él, a veces por mi, a veces porque las prisas me llevan a pensar que es más fácil el camino del medio (cuando nunca lo es), el caso es que en ocasiones no queda más remedio que hacer frente a una rabieta y sus consecuencias. Y no sé qué me agota más, si la rabieta en sí, o el mal humor que se nos suele quedar a ambos durante un buen rato después de vueltas las aguas a su cauce.
La cuestión es que aunque parezca una ñoñería, o enajenación mental provocada por las hormonas que ahora mismo me poseen, me gustan hasta esos momentos malos. Creo, con absoluta sinceridad, que la convivencia con una persona, incluso con un mini-hombrecito, comprende todo tipo de situaciones, también las malas. Como se suele decir, para lo bueno está cualquiera y para lo malo… pues para lo malo está su madre, que lo comprende mejor que nadie, que siempre busca lo mejor para él aunque a veces se equivoque y que, de verdad de la buena, le quiere más cuando menos se lo merece porque es cuando más lo necesita.
Será que yo, en contra de esa creencia tan extendida, no he conseguido ver en mi hijo a un tirano ni proponiéndomelo. Sí, en algunas ocasiones, por ver si ciertas teorías podrían tener un mínimo de razón, he hecho el esfuerzo de creerme que tal o cual conducta eran fruto de su afán por manipularme y manejarme a su antojo, pero nunca lo he conseguido. Más bien al contrario: todas las veces que me he parado a conectar con él mientras acompañaba su rabia y su llanto he sentido su confusión, su genuino sufrimiento, su necesidad de ser reconfortado y comprendido. He acabado admirando su entereza para sobreponerse a situaciones que para él son dramas reales y terminar con una sonrisa, mejorando cada día en autocontrol, esforzándose poquito a poco por hacerme entender qué necesita…
Por eso, aunque a veces tenga ganas de salir corriendo y no parar hasta llegar a Pernambuco, no dimito, ni un minuto, porque no me quiero perder ni lo malo.