Una de estas pasadas tardes estuve en una Misa en memoria de un difunto. Atrapado en el ritual, no podía evitar que mi parte incrédula me empujara a ver aquel acto como penúltimo residuo de una mentalidad mágica en trance de extinción. No creo, me decía, que con nuestras oraciones abreviemos la penosa estancia del alma del difunto en el Purgatorio. Cuando mi atención se centraba en lo exterior, sentía las miradas que las mujeres de edad dirigían a mi grupo, bastante lejos de cumplir con el perfil propio de asistentes a una Misa vespertina en día de labor. Mis pensamientos, en busca de algún punto de fuga de aquel estricto horizonte, divagaban: “si yo fuera cura, me decía, tendría que pedir la baja; esta tendinitis del hombro que me está matando no me dejaría elevar los brazos como hace este buen hombre mientras dirige sus preces al Altísimo”. En fin, que entre unas cosas y otras no estaba en lo que tenía que estar.
Y sin embargo, reconocía que aquel ritual no me era ajeno ni antipático. A dar razón de esa paradójica proximidad acabaron volando mis pensamientos, de una manera un tanto alambicada, por supuesto, como casi siempre. Juntando los retazos de las reflexiones que allí, en la iglesia, empezaron a fluir, la cosa queda más o menos así:
Para el pensamiento de apertura acudió, como suele hacer, Ortega, que siempre tiene algo incitante que decir: “Las cosas, cuando faltan, empiezan a tener un ser”. O dicho de otra forma: el espíritu, el ser, es el vacío que dejan las cosas cuando reparamos en que (ya o todavía) no están. Platón decía que conocer no es hacer registro de lo evidente, sino recordar algo que no es posible ver. Crecemos no porque nos alimentemos de cosas tangibles (eso sólo cumple funciones de mantenimiento) sino porque vamos llenando el vacío de lo que nos falta. Lo que somos no es lo que de nosotros vemos y tocamos, sino que nuestro perímetro coincide con el que marca la línea de nuestro horizonte espiritual, de lo que nos falta ser, de lo que recordamos o, en general, imaginamos… El núcleo de lo que somos está hecho de vacío. María Zambrano lo decía así: “El hombre podría definirse –una de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga dentro de sí un vacío (…) un vacío que ha de llenarse”. En conclusión, muy congruente con el contexto: no somos nadie.
Freud, también como de costumbre, tiene una manera mucho más abrupta de pensar y de hablar sobre estas mismas cosas: cuenta que el primer asesinato fue un crimen colectivo; en la horda salvaje, los hijos decidieron matar al padre opresor, que no habría parado hasta entonces de negarles sus, digámoslo así, impulsos expansivos. Pero inmediatamente después del asesinato, los remordimientos pudieron con ellos y, como fórmula reparadora, elevaron la ausencia del padre a la categoría de recuerdo colectivo y de rector virtual, desde ese puesto en el éter, de los destinos de la comunidad. Esa sustancia espiritual que manaba de la memoria de los miembros del grupo se constituyó en el fundamento de sus a partir de entonces emergentes instituciones, de lo que habría de dar fuerza cohesiva a la colectividad, que, sin ese recuerdo, habría acabado destruida por sus potencias centrífugas (cada cual, se quiere decir, acabaría yendo a su puta bola).
Quedan vigentes muy pocas ceremonias que sirvan para mantener y reforzar nuestras sustancias espirituales personales y colectivas. Vamos camino de creer que sólo existe lo que vemos y tocamos.
El mundo se está quedando sin recuerdos que venerar, sin ausencias que reparar, sin vacíos que llenar. Reducidos a materia somos poderosas fuerzas centrífugas; cada cual se va retirando hacia los límites que marcan sus respectivas evidencias. Hemos cambiado nuestra antigua necesidad de saber a dónde vamos por la paralizante suposición de que no vamos a ningún sitio.
Acaba la Misa. Como cuando era pequeño, nos saludamos unos a otros al salir de la iglesia, formamos corrillos, hacemos comentarios ad hoc: “Aquí todos estamos en la lista de espera; el sepulturero no corre peligro de que le afecten el paro ni los ERES”. Esta tendinitis está pudiendo con mi autoestima y con el pequeño porcentaje de optimismo que aún conservan mis expectativas…