Acabo de poner a ondear la bandera tricolor en la ventana de mi habitación, como hago todos los años por estas fechas. Y no lo he hecho, como piensan muchos, para decir que no quiero que haya reyes. Obviamente, como republicano, estoy en contra de la monarquía. No se puede ser republicano y defender que el jefe del estado no sea elegido democráticamente por todos los ciudadanos. Pero, ser antimonárquico, no te convierte necesariamente en republicano. El republicanismo es mucho más que eso.
La libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix. Alegoría de la libertad, bandera republicana en mano, guiando al pueblo revolucionario francés. Bajo sus pies, los caídos por la libertad.
La República (del latín Res publica¸ que significa la cosa pública, es decir, lo común, lo de todos) es una forma de estado basada en los valores de la Ilustración. Aunque su nombre hace mención a la antigua República Romana, el concepto moderno de república tiene su origen en las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII. En este sentido, la república, es la forma del estado en la que se materializan los valores democráticos, ilustrados, y herederos de las revoluciones liberales, es decir: La separación de poderes, la soberanía popular, el sufragio universal, el sometimiento de toda ley a la declaración de derechos humanos, la libertad de prensa y de expresión, la libertad de culto (el laicismo y, por tanto, la separación entre la Iglesia y el Estado), la emanación popular de todos los poderes (elección directa mediante el sufragio anteriormente citado), el reconocimiento de los derechos sociales (derecho a la huelga, a la sanidad y educación públicas, a un trabajo digno…), etc. Todo lo anterior quiere decir que, si ahora decidimos quitarle su trabajo al señor Felipe de Borbón, es decir, quitarle el cargo que adquirió por ser “hijo de” (algo que normalmente está terriblemente mal visto pero que, paradójicamente, se acepta cuando se trata del más elevado cargo del Estado) y decidimos que pase a desempeñarlo quién gane unas elecciones cada cuatro años, España seguirá sin ser, en rigor, una verdadera república. Y no lo será porque, si solo cambiamos ese detalle, dejando todo lo demás como está, seguiremos encontrando lo siguiente: a) Seguirá sin existir separación de poderes. En España el legislativo elige al ejecutivo y a una parte del judicial, de modo que quien gane unas elecciones con una mayoría contundente, puede instaurar una “dictadura de cuatro años” (como la del señor Rajoy), que en modo alguno es una democracia, aunque emane de las urnas, y que es abiertamente contraria a los valores republicanos. b) Los poderes del estado seguirán sin emanar de la voluntad popular, pues los ciudadanos no podrán elegir ni al poder ejecutivo (que será elegido por el legislativo) ni al poder judicial, que se elige en un sistema que entremezcla un corporativismo en el que algunos señores eligen a sus sucesores a dedo, con otros que son elegidos, también a dedo, pero, de nuevo, por el legislativo. c) Seguiremos sin regirnos por la Declaración Internacional de los DD.HH., ya que numerosas leyes españolas, como la recién aprobada Ley Mordaza (que se carga de un plumazo la libertad de expresión y de manifestación como derechos fundamentales), o como el reformado artículo 135 de la constitución (que prioriza el pago de la deuda a los derechos sociales), son absolutamente contrarias a los DD.HH.
d) Seguirán vigentes los acuerdos vaticanos, abiertamente inconstitucionales, con lo que no habrá separación Iglesia-Estado. Todos los ciudadanos, independientemente de si somos ateos, católicos, protestantes, musulmanes, judíos, budistas, testigos de jehová, o cualquiera que fuese nuestra confesión, estaríamos financiando a la Iglesia Católica, la cual, además, no paga el IBI por ninguno de sus bienes inmuebles (y no me refiero a los templos, me refiero a las casas en las que viven los obispos, a edificios de oficinas que alquila a determinadas empresas cobrando un buen dinero, y un largo etcétera de propiedades que no pagan impuestos). Más aún, estaríamos financiando la aberrante práctica de introducir el adoctrinamiento religioso en los centros públicos a través de la asignatura de religión. e) Tampoco estarían plenamente reconocidos los derechos sociales. Y dejo este punto para el final por ser el más peculiar de todos. Y es que, en nuestra constitución monárquica, la mayoría de los derechos sociales están reconocidos (derecho a la sanidad y a la educación públicas y universales, al trabajo, a la huelga, a una vivienda digna…) pero, paradójicamente, muchas de las leyes que regulan estos derechos, son anteriores a la propia constitución y, por tanto, al reconocimiento mismo de ese derecho (hablo, por ejemplo, de la Ley de Huelga de 1977) o directamente no existen (no hay ninguna ley que disponga las medidas necesarias para garantizar el derecho a la vivienda o al trabajo). Incluso, se legisla en sentido contrario a esos derechos (como en el caso de la ley de liberalización del suelo de Aznar) sin que esto suponga un choque frontal con nuestra Carta Magna. Por tanto, aunque es evidente que en una república no puede haber un rey, porque la monarquía es contraria a los principios republicanos de elección democrática de los cargos del estado, de soberanía popular, y de separación de poderes, es obvio que, por el mero hecho de que no haya rey, no se cumplen en absoluto los requisitos necesarios para decir que un estado es verdaderamente republicano. Hay países que pueden ser considerados verdaderos modelos de republicanismo (Francia, por ejemplo). Pero hay otros países, que llevando la palabra república en el nombre, no lo son en absoluto, por no cumplir con los valores ilustrados del republicanismo. Por todo ello, compañeros republicanos, dejemos de pensar en tratar de echar al Rey, y comencemos a pensar en tratar traer la República. ¡Viva la República!